Juan Manuel Ruiz Cobos
Junto a mi sabio padre, cuando en su motocicleta “Torrot” cabíamos los dos, visitábamos muchísimos espacios antequeranos donde el aprovechamiento forestal guardaba ricos manjares. Lugares donde, lustros atrás, se taparon hambrunas con una cubierta vegetal que él me narraba que había cambiado mucho. No fui buen alumno por aquel entonces en aquellos desplazamientos en los que, a mí, lo que me fascinaba era el genio del lugar (genius loci), una intuición del disfrute que localizaba en la magia del espacio. Allí, él me insistía en distinguir entre el cardo y la tagarnina, del espárrago; las espinas ya se encargaron de que mi distraída memoria fotográfica las grabara. Ahora, a sus ochenta y muchos, me enumera esas asilvestradas plantas que tanto hicieron por sus dietas: acedera, berros, borrajas, hinojos, collejas… Todas pasaron muy desapercibidas en mi caminar, salvo una que las acompañaba en muchas ocasiones y que, como la mayor de la clase, siempre me cautivó. No siempre la veíamos, la fenología de las silvestres iba marcando nuestras visitas y yo, siempre frito por subirme a ellas y evitar la recolección, me frustraba cuando no íbamos al lugar mágico. Ellos, los chaparros, eran para mí, ya en aquel entonces, algo muy especial.
La encina (Quercus ilex) es mucho más que un árbol. Quercus proviene del celta “Kaërquez”, que significa bello. “Ilex” proviene del latín y significa precisamente encina. Ha sido símbolo de resistencia y longevidad. Sus gruesos troncos retorcidos parecen entrelazarse con las leyendas de antaño, mientras sus raíces se aferran tenazmente a la tierra, anclando la memoria colectiva de generaciones pasadas. Su monumental efigie es seña del paisaje y la etnografía ibérica, donde aún hoy, con sus muchísimos achaques, sigue siendo la reina del bosque, un hábitat mediterráneo crucial para nuestro ecosistema y nosotros, sus moradores.
Como les describía, para mí eran unos árboles con una misteriosa comunicación, su tacto y olor, sus a veces farragosas copas que siempre eran motivo de querer treparlas, sus frutos… ¡Ay, sus dulces bellotas! Y a pesar de todo, la naturaleza siempre generosa para ser despensa sana y culta.
En la mitología mediterránea, la encina era considerada un árbol sagrado, habitado por espíritus protectores y deidades benevolentes. Su madera, densa y duradera, era utilizada para la construcción de templos y altares dedicados a los dioses, simbolizando así la conexión entre lo terrenal y lo divino. Hoy en día, la presencia imponente de la encina en el paisaje rural evoca un sentimiento de arraigo y pertenencia. Sus ramas extendidas ofrecen sombra y refugio a viajeros fatigados y animales errantes. Suma también propiedades astringentes y antiinflamatorias que la elevaban en el uso en la medicina tradicional, mientras sus bellotas alimentan a la fauna autóctona, creando un ecosistema único y equilibrado. En cada corteza surcada y en cada hoja lustrosa se entretejen los hilos de la historia, recordándonos que la encina es mucho más que un árbol: es un símbolo de la permanencia del tiempo y la belleza inmutable de la naturaleza. Así, al contemplar una encina centenaria, es imposible no sentir una reverencia por su antigua sabiduría y una gratitud por su eterna presencia en nuestra vida, como una fiel guardiana de nuestros recuerdos y anhelos más profundos.
Y si desde pequeño las disfruté, en mi vida urbanita adulta también he tenido la inmensa suerte de convivir con una en un espacio familiar que, por su ubicación y vigente testimonio, me ha permitido durante un importante periodo de mi vida estar cerca de un titán vegetal que, en su benefactora presencia, nos acogía y ofrecía sus mejores viandas, su frescor, su clamor de vida en inusitada hospitalidad y, en pleno centro de Antequera. Un verdadero espectáculo visual y sanador, que se ancla en una de las más hermosas calles antequeranas.
Calle Laguna con Callejón de la Gloria fue el epicentro de la actividad artesanal y restauradora de la familia Moreno Laude. Juan Luis y Rosario, mis suegros, artífices y último bastión con actividad empresarial de “La Gloria”, atesoraron con especial orgullo esta maravillosa y solariega vivienda familiar, que integra a este majestuoso y espectacular ejemplar. Bajo él, además, han crecido nuestros hijos, haciéndolo partícipe de infinidad de testimonios y vivencias de todo tipo, como así siempre ha ocurrido bajo estos grandes seres.
Centenaria y muy posiblemente perteneciente a los cultivos intramuros de las parcelaciones religiosas que se extendieron a partir del levantamiento cristiano de San Zoilo en el siglo XVI, la encina de la Gloria, en su inmovilidad aparente, sigue siendo un emblema de permanencia y continuidad que sorprende a propios y extraños. Ella nos habla de tiempos antiguos y nos conecta con una herencia que, a pesar de los cambios y transformaciones, sigue siendo esencial para nuestra identidad.
Este robusto y confinado árbol no solo es una parte vital de la biodiversidad mediterránea en Antequera, sino también de una cultura que debe apreciar la tenacidad, la protección y la belleza que solo los siglos pueden cultivar. Ella, está claro, continuará en su quehacer y custodia, sumando generaciones.
«Las encinas, con su sombra generosa y su presencia eterna, son el alma del campo andaluz, guardianas silenciosas de un paisaje que se mantiene inmutable con el paso de los siglos.»
José Antonio Muñoz Rojas, Las cosas del campo.
Juan Manuel Ruiz Cobos es un experto en Jardinería con más de 30 años de experiencia en el diseño, creación y mantenimiento de espacios verdes urbanos. Director técnico de Jardines de Icaria y presidente de la Asociación Multisectorial de la Jardinería Andaluza. Ávido de conocimientos y actualización de técnicas tiene una extraordinaria formación en Infraestructuras Verdes Urbanas. Apasionado de la lectura y de Antequera, de su historia y de su desarrollo como ciudad, de sus costumbres y de su patrimonio cultural, artístico, paisajístico y gastronómico. Gran conocedor, amante y defensor de su pueblo, al que lleva siempre donde quiera que vaya. |
Foto: El Correo de Andalucía