Con la paleta cromática de nuestros vecinos verdes revuelta y, en incertidumbre por los cambios térmicos que se presume llegarán, me atrevo de nuevo con esta nueva entrada que el filántropo nos permite en esta ATQ magazine. Para la ocasión, voy a hacerlo agrandando ese inventario arbóreo que esta recoge y al que vamos a sumar la “morea” (Morus alba y Morus nigra), la despreciada, desplazada y cuasi olvidada morera.
En el paisaje arbóreo de Antequera, donde el olivo se ha convertido en rey indiscutible, la morera parece haber sido relegada al olvido. Sin embargo, hubo un tiempo en que este árbol fue esencial, no solo por su sombra y su majestuosidad, sino porque sus hojas alimentaban a los gusanos de seda, cuyo hilo tejía una próspera industria que conectaba a Antequera con la ruta de la seda.
Así, la historia de la seda en Antequera es tan rica como antigua. Aunque la morera negra ya era conocida en la península antes de la llegada de los árabes, fue con la introducción de la Morus alba, traída de Oriente en el siglo XII, cuando su cultivo floreció, y en particular en Antequera, donde la biogeografía era óptima. Las hojas más grandes y suculentas de esta especie impulsaron la industria sedera y transformaron el paisaje agrícola, contribuyendo no solo a la economía local, sino también sustentando una actividad que llenó los mercados con valiosos tejidos de seda. Con la crisis de la industria sedera, causada por la pebrina y la competencia de la seda levantina y extranjera, muchas moreras fueron arrancadas, y el olivo volvió a ganar terreno como cultivo dominante, especialmente a partir del siglo XIX. En ese momento, la rentabilidad del aceite de oliva, junto con otros factores como la llegada de la filoxera, cedió paso definitivo a la oleocultura.
El gusano de seda (Bombyx mori), un pequeño lepidóptero que dependía exclusivamente de las hojas de este árbol, era el productor incansable de los hilos que adornaban a reyes y nobles de toda Europa. Este fenómeno se dio en gran parte del Mediterráneo, donde el comercio de la seda era una industria valiosa que competía en importancia con la producción de aceite de oliva. Su rol en la historia se fue desdibujando junto con las moraledas que alguna vez formaron un paisaje antequerano exuberante, de sombras y frescor, particularmente en las tierras bajo El Carmen. Allí, las moreras que daban continuidad al corredor arbóreo de la ribera de la Villa creaban auténticos oasis, donde el aire caliente del levante se purificaba al atravesar esos doseles verdes que iban a terminar refrescando el casco urbano, descargándolo de esos grados que ahora comenzamos a echar tanto de menos.
El medio urbano, que siempre ha sido hostil para los árboles en general, lo ha sido especialmente con la morera. Este árbol frutal, que se despoja de algo tan esencial como sus frutos, ha sido desplazado con cierta severidad por un perjuicio contemporáneo que ha arrastrado al género hasta los confines más lejanos de todo lo que huela a urbanidad. De esta forma, la presencia de estos árboles en nuestro callejero más cercano e incluso jardines ha quedado reducida a la mínima expresión. Este ejemplar que les adjunto y que es de los más voluminosos que conozco en la ciudad, se encuentra en la zona verde de la antigua Glorieta de Rojas Pérez. Allí, majestuosa y con sus achaques, sigue siendo generosa en dulces infrutescencias. Recuerdo múltiples paseos para la cosecha que nuestro sericario nos demandaba. Unas hojas que había que recolectar rápidamente y de forma competitiva para evitar grandes hazañas en la trepa a los ya espigados árboles, que en más de una ocasión acababan con llamadas de auxilio incluidas.
Hoy, mientras caminamos por los campos y miramos el paisaje dominado por olivos, es fácil olvidar que alguna vez las moreras fueron las guardianas de la riqueza de estas tierras. Sin embargo, su historia perdura, no solo en los libros, sino en la memoria de aquellos que aún recuerdan el aroma de sus hojas al caer en otoño.
En un mundo donde el calentamiento global y la desertificación amenazan la biodiversidad, la historia de la morera nos invita a reflexionar sobre el impacto de los monocultivos y la importancia de recuperar la diversidad mediterránea en nuestras tierras. Este árbol, que fue desplazado por la avaricia especulativa, aún tiene mucho que enseñarnos sobre resiliencia y sostenibilidad. Quizá, al mirar hacia el futuro, podamos redescubrir las Soluciones Basadas en la Naturaleza (SbN) que los árboles como la morera nos ofrecen. Hoy, las mejoras en la selección vegetal nos han provisto de ejemplares que evitan los problemas asociados a los frutos en el hábitat urbano. Su extraordinaria adaptación a la continentalidad antequerana, unida a las bajas exigencias culturales, la hacen propicia para integrar en espacios reducidos, donde puede regalarnos un sinfín de beneficios. Su historia en Antequera es una lección viva de que, aunque relegados y olvidados, los guardianes del pasado aún pueden ser clave para un futuro más verde y equilibrado. La morera, con sus ramas extendidas hacia el cielo, sigue esperando, como siempre, a que su momento vuelva. Y quién sabe, tal vez en otra otoñada, este árbol que fue clave en la historia de la seda pueda volver a formar parte de nuestras soluciones basadas en la naturaleza.
Juan Manuel Ruiz Cobos es un experto en Jardinería con más de 30 años de experiencia en el diseño, creación y mantenimiento de espacios verdes urbanos. Director técnico de Jardines de Icaria y presidente de la Asociación Multisectorial de la Jardinería Andaluza. Ávido de conocimientos y actualización de técnicas tiene una extraordinaria formación en Infraestructuras Verdes Urbanas. Apasionado de la lectura y de Antequera, de su historia y de su desarrollo como ciudad, de sus costumbres y de su patrimonio cultural, artístico, paisajístico y gastronómico. Gran conocedor, amante y defensor de su pueblo, al que lleva siempre donde quiera que vaya. |
Foto: El Correo de Andalucía