«Chicas muertas», de Selva Almada | Por Juan A. López Rama en recuerdo

«No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho
de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo,
fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte
de una mujer, pero que si habían hecho de ella objeto de la misoginia,
del abuso, del desprecio».

Selva Almada, Chicas muertas.

Chicas muertas, de Selva Almada, literatura necesaria como el pan de cada día.

La obra de la escritora argentina Selva Almada  (Villa Elsa, Entre Ríos, 5 de abril de 1973) ha sido comparada con la de  Wiliam Faulkner, Juan Carlos Onetti o Carson McCuller. Como devoto lector suyo, su prosa también me recuerda a la irlandesa Edna O’Brien por su trilogía Las chicas de campo en ella narra la historia de Irlanda a través de dos chicas, Kate y Baba, que viven en un país atrasado y represivo especialmente en las zonas rurales, marcado por la censura y la presión de los católicos irlandeses. Escrito en clave autobiográfica, resultó un escándalo en su país y el párroco de su aldea quemó tres ejemplares en la plaza pública. Pero, como dice el título de la enorme novela de Manuel Rivas, Los libros arden mal y, a pesar de las hogueras de la inquisición o la moderna ira de las redes sociales, se salvan y nos siguen salvando de la ignorancia y la indominia.

En el caso de Almada, más que en ningún otro, a medida que la leemos nos damos cuenta de que las comparaciones son odiosas; su prosa es única e irrepetible, de una nitidez que nos sobrecoge, abruma e ilumina. Empecé leyendo su novela El viento que arrasa, y ya no pude parar de leerla. Continúe con sus otras dos novelas publicadas: Ladrilleros y No es un río; seguí con Chicas muertas, no ficción, crónica, periodismo narrativo, sobre la lacra de la violencia de género, en este caso en Argentina. Y el mes pasado terminé de leer por segunda vez su recopilación de relatos El desapego es una forma de querernos. Para ser sincero, algunos de los cuentos de esta antología los he leído cuatro o cinco veces. Y volveré, volveré a sus brazos otra vez sin remedio; su prosa me deslumbra, me atrapa y me resulta tan adictiva como nutritiva: un manjar narrativo para relamerse en cada párrafo.

En torno a la celebración del Día Internacional para la Eliminación de la Violencia de Género, el 25 de noviembre, recordé su libro Chicas muertas y me pareció oportuno leer algunas citas de esta obra en la concentración convocada en San Luis por diversos colectivos progresistas. De hecho, con esas citas se cerró el acto. Me parece un libro de lectura muy conveniente para concienciar sobre este tema, que algunas personas no solo no condenan, sino que además niegan.

La literatura también se debe a la realidad, al mundo que retrata, a los conflictos con los que convive. Al dolor humano y al dolor histórico. A la memoria colectiva. Por ello es precisa una literatura comprometida en este siglo XXI que aborde temas como el machismo o el patriarcado, algunos de los asuntos medievales que perduran aún en esta sociedad hipermoderna. Selva lo hace en Chicas muertas mediante una literatura en estado de gracia; con una mirada de cirujano, de observador que procura apartar las emociones porque sabe que lo que está contando no necesita de adornos. Muy al contrario, huye de toda retórica demagógica.

Chicas muertas parte de tres historias reales, de tres casos no resueltos de muchachas asesinadas o desaparecidas muchos años atrás. Andrea Danne, que fue hallada muerta en su cama, apuñalada; María Luisa Quevedo, cuyo cadáver se encontró abandonado en el campo, con el rostro picoteado por los pájaros Sarita Mundín, que desapareció sin que nunca se haya sabido luego si llegó a morir o tuvo otro destino. La autora, además, está presente en el interior del relato desde el primer instante: recuerda el eco que tuvo el crimen de Andrea cuando ella era una niña, y se agarra a esos hilos de su propia biografía para hilvanar la historia.

Desde chicas nos enseñaban que no debíamos hablar con extraños y que debíamos cuidarnos del Sátiro. El Sátiro era una entidad tan mágica como, en los primeros años de la infancia, la Solapa el Viejo de la bolsa. Era el que podía violarte si andabas sola a deshora o si te aventurabas por sitios desolados. Pero nunca nos dijeron que podía violarte tu marido, tu papá, tu hermano, tu primo, tu vecino, tu abuelo, tu maestro. Un varón en el que depositaras toda tu confianza.

Fiel a su historia vital y a su crianza en una zona rural del interior de Argentina, Selva Almada se ha definido a sí misma en algunas entrevistas como una «escritora de provincias». Así, en Chicas muertas la autora apela de manera recurrente a lo autobiográfico mediante la inclusión de escenas cotidianas del pasado familiar. Rememorando testimonios de mujeres de su pasado, y en particular, la voz de la madre y el diálogo entablado con ella, posibilita a la narradora deconstruir las relaciones conyugales y cuestionar aquello que se presenta como naturalizado dentro del entorno cotidiano de la vida en pareja o la familia.

No recuerdo ninguna charla puntual sobre la violencia de género ni que mi madre me haya advertido alguna vez específicamente sobre el tema. Pero el tema siempre estaba presente…

Estas escenas convivían con otras más menudas: la mamá de mi amiga que no se maquillaba porque su papá no la dejaba. La compañera de trabajo de mi madre que todos los meses le entregaba su sueldo completo al esposo para que se lo administrara. La que no podía ver a su familia porque al marido le parecían poca cosa. La que tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta.

La narradora evoca y convierte la experiencia pasada en un relato que no termina de zanjar los fragmentos dispersos de una vida en proceso de reconocimiento que nunca se termina. Al mismo tiempo, la rememoración se aleja de todo gesto de aproximación nostálgica o idealizada a la realidad que apunta a reconstruir. Al contrario, sobresale una mirada crítica y desencantada no solo sobre la propia historia, sino sobre la historia de vida de las mujeres ―niñas, adolescentes, adultas― en un poblado de la periférico de la Argentina.

Yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo.

Desde que se publicó en 2014, esta obra obtuvo la atención de la crítica y es considerada uno de los textos más importantes de la autora. Se trata de una investigación de tres crímenes impunes de mujeres jóvenes sucedidos a lo largo de la década del ochenta del siglo pasado en el interior de la Argentina, en las provincias de Entre Ríos, Córdoba y Chaco. En Chicas muertas se conjugan, pues el pasado, mediante las narraciones de las biografías y últimas horas de cada víctima, con el presente del derrotero de la investigación inmerso en una trama cultural en la que la violencia de género es un tema en vías de visibilización. Al mismo tiempo, Chicas muertas se construye como una suerte de autobiografía. Un texto de aprendizaje en el que la cuarta mujer, la misma narradora, recuerda sus etapas de formación (los años ochenta y noventa) y reflexiona sobre la diferencia entre la vida trunca de las «chicas muertas» y la propia. Esto da como resultado en la crónica una toma de conciencia de los marcos de violencia y vulnerabilidad en que transita la existencia de las mujeres.

Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de noviembre de 1986 cuando, en cierto modo comenzó a escribrirse este libro, cuando las chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte.

Es crucial el hecho de que Selva haya construido su texto a partir de la reflexión sobre tres crímenes de mujeres de alguna manera descentrados. Primero, en el tiempo, porque decide escribir sobre casos que llevan archivados más de treinta años. Segundo, en el espacio, porque encuentra en lo que, como ya dijimos, se conoce como el interior de Argentina hechos de violencia relevantes de ser pensados. Tercero, un descentramiento desde la memoria y el interés: ninguno de los tres casos atrajo en su momento la mirada de la opinión pública nacional. Una de las jóvenes, Andrea Danne, fue asesinada mientras dormía en su propia cama. Ni sus padres ni sus hermanos escucharon nada. El recuerdo de cómo Almeda conoce la noticia de la muerte de Andrea y lo que le sugirió en su momento constituyen una escena que conmueve y aterra:

Entonces dieron la noticia por la radio. No estaba prestando atención. sin embargo la oí tan claramente.
Esa misma madrugada en San José, un pueblo a 20 kilómetros, habían asesinado a una adolescente, en su cama, mientras dormía.
Mi padre y yo seguimos en silencio…

Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos.

La figura de Andrea adquiere en la historia de Chicas muertas una resonancia singular. Para la narradora.

Hay algo ritual en la manera en que fue asesinada: una sola puñalada en el corazón, mientras estaba dormida… Como si su propia cama fuera la piedra de los sacrificios.

Esta idea del sacrificio litúrgico asociado al crimen de una mujer se refuerza en el texto con los testimonios aportados por aquellos que conocieron a la adolescente; también, con las impresiones personales de la cronista, quien recuerda a San José como un lugar muy feo, desangelado. Cuyos habitantes, obreros y pobres, circulaban a la manera de un batallón de fantasmas y eran prejuiciosamente vinculados por los habitantes de pueblos vecinos con las prácticas de la magia negra y del rito satánico. Esta es la imagen que prevalece en el inconsciente colectivo de los residentes de San José a quienes se los estigmatiza como indeseables por parte de los pobladores de otras ciudades lindantes como Villa Elisa.

En la década de los ochenta, mi mamá trabajó como enfermera en un sanatorio de mi pueblo. El doctor Favre era del equipo médico. En los tiempos muertos de las guardias, muchas veces hablaron sobre el crimen de Andrea. Para el doctor era una pregunta sin respuesta, que volvía una y otra vez. ¿Cómo pudo el asesino entrar a la casa, matar a la chica, tomarse el tiempo de acomodar su cuerpo al punto de que pareciera dormida, volver a salir y que ni la madre ni el padre ni el hermanito que dormían en la otra habitación, pegada, con una puerta que comunicaba ambas piezas, no hayan escuchado absolutamente nada?

Favre murió hace algunos años. Su eterna pregunta, sin respuesta.

Concluyo subrayando los intentos denodados por parte de la cronista para reconstruir las vidas de las adolescentes asesinadas con la intención de preservar la memoria de las mujeres cuyos cuerpos fueron violentados. Constituye, sin duda, un modo de intervención política, pues la puesta en revisión de la propia historia en diálogo con las de las jóvenes muertas posibilita a la narradora posicionarse en tanto sujeto femenino, reivindicativo y crítico.

Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tenga que ir.

La prosa nítida de Selva Almada plasma en negro lo invisible y las formas cotidianas de la violencia contra las niñas y las mujeres. Literatura necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto.

Un antídoto contra el olvido y la desmemoria. Que sus vidas se apagan, las apagan, pero que no se olviden.

Pues, como refirió otro insigne poeta antequerano:

Lo que no se recuerda no está vivo.

Título: Chicas muertas

  • Autora: Selva Almada
  • Género: No ficción, crónica
  • Año de publicación: 2014
  • Editorial: Random Housse