«Un foráneo en el paraíso» | ChLL para atqmagazine.es / 6 junio 2025
Hay tardes que uno no espera que lo remuevan por dentro, y sin embargo lo hacen. Yo iba a la presentación de un libro y me encontré con que el autor y la presentadora la convirtieron en un regalo de sabiduría cargada de poesía.
En la solemnidad noble del salón de actos de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera, donde el eco de la historia suele hablar en voz grave, ayer sucedió algo más orgánico, algo que no vino del mármol ni de los lienzos ni del papel, sino de la tierra misma.
Allí, entre las paredes que han sido testigo de mil actividades de cultura, se presentó «Los árboles mágicos», el libro del escritor y divulgador Óscar M. Gaitán. Pero más que una presentación, fue una conversación con lo invisible: con el tiempo, con las raíces, con esa sabiduría antigua que los árboles guardan en silencio. Todo ello enmarcado en el Día Mundial del Medioambiente, por obra y sensibilidad de AMJA entidad organizadora de este evento en una coherente y tácita declaración de amor a lo vivo, a lo callado, a lo profundo… y de su gerente, Aurora Baena Luque, que actuó como presentadora.

Nos contó el autor, que “Los árboles inventaron Internet”. Sí. Así, sin anestesia, nos lo dijo Gaitán. Y lejos de sonar grandilocuente, lo explicó con la serenidad de quien conoce lo que dice: las redes micorrícicas que conectan raíces bajo tierra -llamadas por algunos el Wood Wide Web– son la versión vegetal de Internet, anterior a Google, anterior a nosotros. Los árboles se comunican, se cuidan, se recuerdan. Y también… aprenden.
Durante la charla, Óscar M. Gaitán resaltó la sorprendente inteligencia de los árboles, una capacidad que va más allá de lo que solemos imaginar. Explicó cómo los árboles se comunican entre sí a través de sus raíces y hongos asociados, formando una red subterránea que permite intercambiar nutrientes e incluso alertar sobre peligros, como plagas o sequías.
Esta “inteligencia colectiva” les permite adaptarse y sobrevivir en condiciones adversas, demostrando que los árboles no son organismos pasivos, sino seres vivos con estrategias complejas para protegerse y colaborar dentro de su ecosistema. Gaitán subrayó que entender esta inteligencia natural es fundamental para fomentar un respeto profundo hacia la naturaleza y promover su conservación.
Si hubo un punto en el que la ciencia se abrazó con la poesía, fue en el relato de las acacias sudafricanas. Árboles que, al ser atacados por gacelas, liberan sustancias volátiles que avisan a sus vecinos. Esos vecinos, al recibir la señal, generan toxinas para defenderse. Pero aún más sorprendente: algunas acacias aprendían a reaccionar más rápido si habían sido atacadas antes. Aprender… ¿Acaso eso no es inteligencia?
Y más allá aún, en Alemania, hay tocones de árboles cortados hace siglos que todavía están vivos. ¿Cómo? Porque otros árboles, sus vecinos, los mantienen alimentados por las raíces. ¿Por qué? Porque aunque ese tocón no tiene hojas ni da sombra, forma parte vital de la red subterránea. Y los árboles… no abandonan a los suyos.
Y nos contó muchas historias que nos dejaron embelesados como la de un pino en Galípoli y el eco de los soldados caídos. Fue uno de los momentos más conmovedores, la historia del pino turco de Galípoli, agujereado a balazos durante una de las batallas más sangrientas de la Primera Guerra Mundial. Aquel árbol, que fue blanco de tiro, fue también semilla de memoria: los soldados británicos tomaron sus piñas y las plantaron por el mundo, en cementerios donde descansan compañeros caídos. «No hay árbol con más descendencia directa plantada en el planeta», nos confesó Óscar. Y en ese dato, frío y biológico, cabía una ternura universal.

Más tarde, el relato viró hacia lo mitológico sin perder base científica. ¿Sabían que los tejos no envejecen como nosotros?, nos preguntó. Pueden ahuecarse por dentro y regenerarse desde el interior, haciendo brotar nuevas raíces dentro de sí mismos. En uno de esos tejos, según la leyenda, Julio César descansó antes de cruzar el Rubicón. Allí, una vieja druida le susurró el destino del Imperio. ¿Realidad? ¿Mito? ¿Y si no importa?
Porque lo importante no es si los árboles hablan, sino si los sabemos escuchar.
Hizo que nos enamoráramos de un término desconocido al menos para mí: komorebi, esa luz que se filtra entre las hojas de los árboles. “Es una de las cosas más bellas del mundo”, dijo. Y lo dijo con voz de niño grande, con asombro sincero. Después mostró cómo esa belleza ha inspirado incluso la arquitectura humana, replicada sin saberlo en columnas, naves de iglesias y en nuestras obsesiones estéticas más inconscientes.
“Los árboles mágicos” no es sólo un libro. Es una compilación de 52 árboles reales del mundo, 52 historias, algunas reales, otras mitológicas, todas entretejidas con la devoción de quien ha pasado más tiempo entre raíces que entre papeles.
Gaitán, con humildad radical, insistió: yo solo recojo y comparto. Pero cualquiera que lo haya escuchado hablar entiende que no hay mensaje sin mensajero. Su voz es sabia, cálida, cercana, y profundamente humana. Poesía natural. ¡Cuánto sabe y qué bien lo cuenta!

Cerró con una historia curiosísima. Un misionero cristiano, San Bonifacio, al llegar a tierras germánicas, encontró que los pueblos veneraban un árbol sagrado. Lo cortó, claro. Pero luego, arrepentido (o quizás más astuto que dogmático), plantó un abeto en su lugar, y lo adornó con velas (la luz de Cristo) y manzanas (el fruto del conocimiento). De ahí, siglos después, surgiría el árbol de Navidad.
Salimos de la Academia en silencio y con conversación de deseo de más, como quien no quiere pisar muy fuerte para que no se vaya el momento. Con ganas de leer más historias sobre árboles singulares. Con los oídos llenos de anécdotas curiosas y bonitas, con el corazón húmedo de savia verde. Y con la sensación de que los árboles no solo son seres vivos, sino maestros vivos.
AMJA, ¡queremos más ratitos de estos!
