Hay personas cuya labor profesional no termina cuando acaba su actividad laboral. Que siguen cuidando de otras vidas, tejiendo comunidad…, que son referentes silenciosos en el corazón de Antequera.
Es el caso de Diego González Aguilera. Su nombre está íntimamente ligado a la historia de ADIPA, la asociación para personas con discapacidad intelectual de Antequera y comarca. Pero además entregado a encontrar vías de solución de otras necesidades ajenas.
Fue el segundo trabajador contratado por ADIPA en sus inicios, cuando todo estaba por hacerse. Con el tiempo, ayudó a convertir una pequeña iniciativa de padres en una estructura sólida y humana que hoy ofrece residencias, centros ocupacionales, pisos tutelados, programas de integración laboral y social, además de una red de afectos que trasciende lo institucional.

Ring, ring…
Ch.-Hola Diego, ¿Por dónde andas?. Me gustaría preguntarte unas cosas.
Diego.-Estoy por la Calzada.
Ch.–¿Quedamos en un ratillo en el Centro de Participación Activa (en «los Mayores»). Tardo 5 minutos en llegar. Te pregunto y nos vamos después a tomar unos churritos con chocolate en «A la Fuerza»?
Diego.- Muy bien, nos vemos. Yo tardo menos que tú. Estoy al lado.
Veo que no paras…
Siempre a favor de ADIPA (ahora desde otra forma de dedicación); También Comedor Social de Antequera, Fundación Cristina Marina, Asociación Española Contra el Cáncer en Antequera… ¿Estás hecho de pilas Duracell?.
He visto con mis propios ojos como cargas kilos y kilos de comida y cómo recoges patatas… para llevarlas al Comedor Social.
He visto cómo te saludan y el cariño que te muestran cuando te ven por la calle «tus» jardineros de ADIPA.
No hay nadie que si te conoce en Antequera, no te quiera.
Y encima sacas tiempo para disfrutar con tu familia, para tu bicicleta y para cuidar tus olivos…
¡Eres un fenómeno, Diego. Te admiro!.

El alma que nunca se jubiló
Me gustaría saber escribir para hacer una semblanza de Diego González Aguilera, de una vida entregada a los demás. | ChLL
Bajo su gestión ejecutiva, ADIPA no solo creció en número, sino en profundidad: se abrió paso el respeto, la ternura y la dignidad. Sujeto activo de cada paso adelante que daban, cada nuevo piso que se inauguraba, cada ilusión conseguida para la mejora de la vida ajena, cada persona a la que abrían horizontes… era para él “una ampliación de la familia”, una forma de asegurar que cada persona tuviera su lugar en el mundo. No hablaba de usuarios, hablaba de “chavales”, de hijos que abrazan con cariño, de jóvenes que aprenden a cocinar, a vivir en comunidad, a soñar con un futuro posible…
Diego González Aguilera es mucho más que un trabajador social o un gerente de una institución dedicada a las personas con discapacidad intelectual. Es, sobre todo, un ser humano profundamente comprometido con los demás, cuya vida ha estado guiada por una vocación constante de servicio, solidaridad y entrega.
Desde que terminó los estudios de Asistente Social en Málaga en 1977 y la Diplomatura en Trabajo Social en la Universidad de Granada, ha sido un pilar esencial en la transformación de esta asociación en una red de apoyo, inclusión y dignidad para cientos de personas. Bajo su gestión y liderazgo, se han puesto en marcha residencias, pisos tutelados, centros de empleo, unidades de integración social y múltiples servicios que han cambiado la vida de personas con discapacidad y de sus familias.
Pero su implicación ha ido siempre más allá de lo profesional. No ha sido un trabajador por cuenta ajena, sino parte de una familia, de un proyecto de vida común.
Fue nombrado Hijo Adoptivo de Antequera, y recibió también el Premio Solidaridad.
En 2003, tras un incendio que puso a prueba la fortaleza del proyecto, recibió un reconocimiento que dice mucho: fue nombrado Hijo Adoptivo de Antequera. En 2020, ya jubilado, recibió el Premio Solidaridad. Pero para él, los verdaderos galardones han sido siempre otros: un abrazo espontáneo, una sonrisa de confianza, un “gracias” de sus chavales que no se queda flotando en el aire: entra en directo al corazón.
Actualmente, incluso después de su jubilación en 2020, lejos de detenerse, comenzó a colaborar y aún sigue entregando su tiempo como voluntario en el Comedor Social de la Casa de Asís, recogiendo alimentos en los supermercados desde las primeras horas de la mañana. También ayuda en la Asociación Española Contra el Cáncer en Antequera
Forma parte de la Fundación Cristina Marina, una entidad creada para asumir curatelas de personas con discapacidad, una vez que la ley impidió que las propias asociaciones prestadoras de servicios fuesen tutoras legales. Esta fundación —que él mismo ayudó a impulsar junto a otros veteranos de ADIPA— representa una continuidad ética y emocional de su compromiso: asegurar que esas personas sigan teniendo cerca una figura que vele por ellas con cercanía, humanidad y dignidad cuando sus progenitores ya no están.
Y más allá de su ciudad, también llevó su entrega hasta el Sáhara, formando parte de una expedición médica de ayuda humanitaria, “Human Copp” junto con el Dr. Martínez Palma, colaborando como apoyo logístico en un pequeño hospital atendido por voluntarios españoles, apoyando durante semanas sin descanso al equipo médico español que prestaba atención generosa y gratuita en un pequeño hospital entre la arena, la escasez y el olvido.
Y … no para, no se está quieto. Es la personificación de la constancia, de la solidaridad que no se cansa.
Su legado está vivo y no se mide solo en cifras de ayuda, sino en abrazos sinceros, en miradas de confianza, en vidas que, gracias a él (y a sus compañeros de empeño, codo a codo), han encontrado un hogar, un propósito y una voz.

Este articulillo es un homenaje silencioso pero necesario, a un hombre cuya vida es, en sí misma, una lección de entrega desinteresada. Un merecido aplauso para quien ha hecho del cuidado del otro una forma de vida. Un hombre que, sin buscarlo, se ha convertido en referente y símbolo de una manera de estar en el mundo: con los demás, por los demás, y desde el corazón.
ADIPA (Asociación en Pro de las Personas con Discapacidad Intelectual o del Desarrollo, de Antequera y Comarca)
Es una Organización no Gubernamental (ONG), de ámbito autonómico, declarada de Utilidad Pública.
Su misión es la mejora continua de la calidad de vida de las Personas con Discapacidad Intelectual y la de sus familias.
La Asociación tiene como objetivo la atención a personas con discapacidad intelectual en las áreas asistencial, ocupacional, laboral, etc., con la finalidad de su total integración social. Para ello crea y fomenta centros y servicios.

Nacido en Villanueva del Trabuco, Diego encontró pronto su sitio en el mundo: estar al lado de quienes más lo necesitan. Desde que se diplomó en Trabajo Social en la Universidad de Málaga, allá por 1977, supo que su vida iba a estar dedicada a servir. No desde la caridad fugaz, sino desde el compromiso sostenido. Así comenzó su recorrido en ADIPA, la Asociación en Pro de las Personas con Discapacidad Intelectual o del Desarrollo, de Antequera y Comarca. Lo que empezó como una labor profesional se convirtió en una misión de vida.
Durante más de cuarenta años, Diego no fue solo el gerente de ADIPA; fue su alma. Día tras día, con paciencia, humildad y tesón, tejió redes de cuidado, construyó confianza con familias, defendió derechos, y sobre todo, caminó al ritmo de quienes necesitan más tiempo para llegar. Su liderazgo nunca fue de protagonismo, sino de acompañamiento y de creación de equipos.
En un mundo que corre, Diego ha sabido detenerse junto a los demás. Escuchar. Mirar. Cuidar. Su historia no es solo la de un trabajador social, sino la de un ser humano que ha hecho de la solidaridad un modo de estar en el mundo. Y esa, quizá, sea la más alta forma de dignidad.
Cuando Diego González recuerda los inicios de ADIPA en los años 70, no hablaba de estructuras ni de estrategias, sino de miedo de los padres, de desconocimiento y de la esperanza que la asociación supuso. ADIPA entonces apenas contaba con una profesora de educación especial, Puri Luque, (muy meritoria, eso sí) y un puñado de niños que acudían a unos modestos locales en la iglesia de San Miguel. “Muchos padres no querían que sus hijos salieran de casa”, cuenta. «Fue un camino lento, persuasivo, siempre desde la comprensión«.

Pronto, Diego detectó una carencia evidente en la Sociedad: no había nada para los mayores de 18 años. Así nació el taller ocupacional, casi como un acto de resistencia. Hacían persianas de canutillo y, más tarde, cajas de madera y de cartón o alfombras con el escudo de Antequera… «Eran felices, capaces de desarrollar tareas, el trabajo dignifica e integra. Y para ellos, era más que un trabajo. Se sentían un miembro más de sus familias y útiles. Felices. Aportaban algo a la familia, aunque fueran cinco pesetas”, recuerda. «Los padres, emocionados, veían a sus hijos salir cada día como cualquier trabajador”, una imagen antes impensable.
Con los años, ADIPA fue evolucionando: dos unidades diferentes según el grado de autonomía, asistencial y laboral. Me cuenta cómo fueron dotando al centro de maquinaria industrial, vehículos y otros recursos mediante ayudas institucionales y privadas. Y que organizaban mil actividades también de ocio: colonias de verano inolvidables. “Muchos no conocían el mar”, dice Diego con ternura. «Fuimos a Italia, a Barcelona, Portugal, Chipiona… Había que comprar bañadores, convencer a padres… mucho trabajo del equipo, pero todo valía la pena. Porque era mucho más que una excursión: era libertad, socialización, vida. Salían, se relacionaban, comían pescadito, se pedían un helado… como todo el mundo. Para ellos y para nosotros, era impagable».
La necesidad de una residencia surgió de forma natural: los padres envejecían, algunos fallecían. Don Rafael Muñoz Rojas donó el terreno. «Yo fui personalmente a Madrid a solicitar dinero junto al presidente de ADIPA en ese momento, Antonio Rodríguez Martínez (que tanto hizo por ADIPA). Planos bajo el brazo, fuimos a Madrid a pedir ayuda». Lo recuerda con claridad: “Queríamos un centro ocupacional, una residencia, comedor, oficinas… porque lo que teníamos era precario”. Aquella residencia, inicialmente resistida por algunas familias, se convirtió en refugio para los más dependientes. | “Al principio nadie quería pensar en eso. Pero cuando ya no podían cuidar de ellos, entendieron la necesidad”.

En el año 2002, la historia se detuvo por unas horas. Un incendio, iniciado cerca del almacén de cartón, obligó a evacuar a decenas de personas. “Si llegamos a tardar un poco más, podríamos haber muerto 70 u 80 personas”, dice, aún conmovido. El milagro fue que no hubo víctimas. “El humo subió y eso nos dio tiempo. Salimos por lugares que nunca habíamos usado. Luego nos refugiamos en el Moral. Fue tremendo”.
Diego fue de los tres primeros trabajadores de ADIPA junto con Puri Luque y Manuel Ortiz. Cuando se jubiló en 2020, tras más de cuatro décadas, la entidad atendía a unas 300 personas, además de 100 trabajadores en Centro Especial de empleo. Para entonces, no solo había un centro: había pisos tutelados, programas de integración social, convenios con la Diputación para la recogida de papel, y un modelo de gestión que, según él, “costaba menos que los públicos y ofrecía atención más cercana”. Eso sí, con los conciertos llegó también cierta pérdida de autonomía en la gestión. …
Lejos de retirarse por jubilación, Diego canalizó su vocación en el comedor social de Casas de Asís. Desde las ocho de la mañana, recoge alimentos en supermercados y se reparten o se elaboran comidas ese mismo día. “Es otra forma de ayudar”, dice con la misma serenidad con la que me ha narrado toda su vida.
Y aún encontró tiempo para seguir vinculado a la discapacidad a través de la Fundación Cristina Marina, nacida tras el cambio legal que impide a entidades prestadoras de servicios ser tutoras. Ahora, como curador de personas con discapacidad, con sus compañeros de Fundación, cuando los jueces así lo deciden, hace de familia de aquellos que ya no la tienen, velando por ellas con cercanía , humanidad y dignidad.
Diego González no fue simplemente director. Junto a padres y trabajadores, fue alma, fue impulso, fue puente entre las carencias de una época y la dignidad conquistada a base de esfuerzo. Cada nueva residencia, cada piso abierto, cada actividad era —y sigue siendo— un acto de justicia social. Hoy, cuando camina por Antequera y recibe abrazos espontáneos, sabe que sembró bien. Y, lo más importante, lo hizo con corazón.