«CICLISTA» | Por Remedios Fernández

«¡Hostia puta!», blasfemó el ciclista, al notar la rueda trasera de su bicicleta hundida en el barro, y maldijo su decisión de ir por el sendero del monte en lugar de circular por el arcén de la carretera, su rutina de entrenamiento habitual.

La lluvia fue tan insistente durante la noche que el agua anegó los baches del camino. Ese penoso estado se ensañó con la nula práctica del ciclista por la naturaleza. Casi pierde el equilibrio a pesar de llevar la mirada fija en el suelo para esquivar los charcos, pero amanecía y todavía no veía con claridad. Le gustaba salir temprano y, más aún, entonces, que era primavera. Tiró de la rueda, colérico, suplicando que no hubiese sufrido daño, pero cuando la llanta emergió del barro presentaba el aspecto de las tuberías de una trompeta. No tenía opción, entregado a su mala suerte, asumió que debía cargar con la bicicleta en lugar de disfrutar del placentero pedaleo. Calculó, desolado, que había recorrido al menos quince kilómetros. Así que cogió el manillar y se dispuso a emprender la caminata arrastrando la bicicleta renegando entre dientes.

            El día se afianzó en el entorno mientras el ciclista avanzaba todo lo rápido que le permitían las suelas de sus zapatillas que rebozaban un barro resbaladizo, sin embargo, el calor que el esfuerzo y la entrada limpia de la mañana le proporcionaron, le animó a disfrutar del paraje. Levantó la vista ante la estampida de una bandada de pájaros despertados por el hambre matutina. Se fijó en los bordes del camino donde las flores presumían, recién estrenadas, de sus variadas tonalidades con su pátina de frescor. Contempló como a las hojas de los arbustos les caían a intervalos gotas que se descomponían en colores y se figuró que las copas de los árboles, en su mayoría pinos y chaparros, hacían las veces de párpados alternando sombra y luz a su paso. Vio también, al pie de los troncos, una setas balanceándose felices en su oscuridad. Poco a poco la tierra empezó a endurecerse y la altiva hierba recibía los pegotes de barro que disparaban las zapatillas del corredor frustrado.

            «¿Cómo era posible que viviese al margen de esa rica y ancestral existencia?», se preguntó para sí el ciclista. En su lugar, solo veía asfalto y la monótona línea blanca que no podía perder de vista pues la proximidad de los coches lo ofuscaban constantemente y pocas veces lo respetaban. Por no hablar del betún humeante que debía oler cuando el piso se recalentaba. Él, aunque quejumbroso, deseaba volver para pedalear y disfrutar por ese camino algo traicionero, pero no asesino.

            El ciclista decidió que, si bien no podría permitirse dejar de circular por la carretera, así se lo exigían su anhelo y ambición de triunfar como profesional del ciclismo, sí se concedería, una vez a la semana, volver a ese sendero, recorrerlo durante unas horas y retener sus imágenes, olores y sonidos, en el modo y forma que los cambios estacionales los presentasen, para que fueran liberándose a través de sus sentidos, durante el resto de los días, como una medicina sanadora.

Remedios Fernández

Remedios Fernández, pertenece al Taller Antequerano de Escritura Creativa.