“Bien que sea entre sueños el infante,
que sea enero azul y que yo cante.
Bien la rosa en su claro palafrén.
Bien está que se viva y que se muera.
El Sol, la Luna, la creación entera,
salvo mi corazón, todo está bien”.
“Soneto con una salvedad”. Eduardo Carranza
En la sección de Economía | María Teresa Becerra López
Cuando llegué al despacho después de la pausa para el café, mi mundo todavía estaba intacto. La mañana volaba entre reuniones, videollamadas con la sucursal de Bilbao, whatssaps a Mario para que comprara las entradas del concierto… Fuera, detrás de los ventanales, la gente acudía a su trabajo, entraba en las tiendas o paseaba por la zona ajardinada que recorría la avenida. Un día como otro cualquiera de normalidad dichosa e inconsciente.
Al abrir el periódico yo no sabía que a esa rutina feliz apenas le quedaban dos minutos.
Desde la segunda página de la sección de economía, saltó a mis ojos la foto de Jaime y junto a ella, con caracteres de mediano tamaño, la entradilla de la noticia: «Muere en trágico accidente de circulación el economista Jaime Castellar». No leí más. Ahí se paró el mundo. Durante unos segundos mi pulso se descompensó; aguanté la respiración y cerré los ojos para que el despacho dejara de dar vueltas.
Al vértigo le siguió una oleada de recuerdos: el verano infinito de la adolescencia, un pueblo de playa, el primer beso y muchas promesas que la vida no nos dejó cumplir porque en septiembre cada uno volvió a su ciudad y a su mundo. Las cartas iban y venían cargadas de amor y deseo, de planes de futuro. Al principio las esperaba con ansia, las leía una y otra vez hasta aprenderlas de memoria, las devoraba con gula de pastel. Luego la distancia hizo su trabajo; los sobres, llenos de amor y matasellos, empezaron a llegar cada vez con menos frecuencia. Conocimos a otras personas de las que también nos enamoramos. Finalmente, el silencio de la desconexión. Nunca más volvimos a vernos.
Pero lo cierto es que el corazón guarda cada cosa en su lugar, que no borra nada. Años después y como a traición, me descubrí un día pensando en él con nostalgia, echándolo de menos. Confieso que busqué aquellas cartas que, amarillentas y quebradizas, leo a escondidas como una delincuente. Y confieso también, que aún me emocionan.
No soy tonta, sé que es una trampa de la nostalgia: si el amor de los dieciséis sigue intacto es porque no construimos una vida juntos y la rutina no ha podido hacer la labor de zapa y demolición con la que derriba los amores consumados.
Marita me sacó del colapso de mis pensamientos, cuando entró al despacho para recordarme el almuerzo con unos clientes. Contesté varias llamadas. Hice un informe. Preparé una presentación para la conferencia de la semana que viene.
Todo iba bien.
Al llegar la tarde la calefacción funcionó como siempre. La luz se encendió en todo el edificio a su hora. Me despedí sonriente de mis compañeros cuando terminó la jornada.
Todo iba bien.
El coche arrancó con normalidad y conduje hasta el súper donde compré algo para cenar. En la circunvalación, la gente, atrapada en el atasco de cada día, volvía a sus casas. Los observé imaginando cómo habría sido su día, envidié su normalidad que no se había roto. O sí, qué sabía yo.
La radio del coche daba noticias y cambié a una emisora de listas de éxitos. Acabé por apagarla. Todo me era ajeno, me sentía disociada de la realidad. No entendía cómo era posible que el mundo siguiera girando, que en la oficina nadie hubiera notado nada. Me parecía increíble porque, sin duda, en mi cara tenía que estar pintada la pena y en mis ojos el estupor. Incluso llegué a ir al baño solo para comprobar ante el espejo, que efectivamente, mi rostro era como una máscara griega de teatro, poco más que una mueca. Sin embargo mi cabeza, mi pecho, albergaban una sensación terrible de peso vacío, de ilusión desperdiciada. Me arrasaba un dolor absurdo por la pérdida de una persona a la que no había visto en cuarenta años y que estuvo en mi vida apenas unos meses. No tenía sentido, pero así era.
Al llegar a casa, el perro acudió a saludarme con la alegría desbordada de su fidelidad inocente. Cuando desde el salón llegó el habitual «¿todo bien?» de Mario, la respuesta que acudió a mi cabeza, que no a mi boca, fue aquel verso con el que Jaime acababa siempre sus cartas de adolescente enamorado: “salvo mi corazón, todo está bien”.
Mª Teresa Becerra López

Nací hace 60 años en Ronda. No mucho tiempo después, nos mudamos a Málaga, donde habían destinado a mi madre que era maestra. Estudié EGB en el colegio Sagrada Familia y bachillerato en el instituto Sierra Bermeja. Soy licenciada en Geografía e Historia por la Universidad de Málaga y como llevo la enseñanza en el ADN y en el corazón, he dedicado treinta y seis años de mi vida a inculcar entre mis alumnas y alumnos el amor por la Historia y el Arte. Espero y deseo haberlo conseguido.
Desde 2004 tengo la enorme suerte de vivir en Antequera donde me siento, desde el primer día, querida y apreciada. Estoy dando mis primeros pasos en la creación literaria de la mano del Taller Antequerano de Escritura Creativa, cuya cita quincenal se ha convertido en un momento increíble de compañerismo, aprendizaje y creatividad. Por todo esto doy gracias a esta ciudad y a sus gentes y a la vida.