Melancolía | Por Ángeles Venteo

Melancolía | Ángeles Venteo Lara

Envuelta en mi embozo, estoy sentada en la terraza trasera de la casa que da al valle y desde la que se domina la laguna en su inmensidad. A mis pies, sobre su alfombrilla, mi fiel Buffy con cuya compañía intento paliar la falta de mi compañero de vida. La tarde va llegando a su fin y no puedo dejar de mirar a lo lejos, a las montañas que se levantan al otro lado bordeando el lago; con el deshielo, caen pequeñas cascadas que aumentan su nivel.

Hasta mí llega el murmullo del agua que se asemeja a un vals triste y taciturno. Contemplo los prolegómenos del crepúsculo. El sol se hunde en el horizonte lentamente, tiñéndolo  de colores rojos y azules que se reflejan en el agua; a esas horas parece un espejo inmenso de plata oscura. Son los últimos resplandores del ocaso y, aunque los días se van haciendo más largos y acortando las noches, aún hace frío y huele a humedad y madera.

Por el oeste, veo unas nubes oscuras que se mueven deprisa, como si cabalgaran a lomos del viento. Pronto el día se convertirá en noche y vendrá una oscuridad feroz cayendo sobre el valle; el silencio de la nada hará que me sienta completamente sola.

Los pájaros han apagado sus voces y han desaparecido del cielo, de los tejados y de los árboles intuyendo lo que se avecina.

El aire me arrebola  las mejillas y las tengo rojas igual que si me hubiera puesto coloretes.

Como presagiaban los negros estratos, el cielo se pone encapotado y negruzco amenazando lluvia. Pronto comienzan a caer unas pequeñas gotas de agua que, poco a poco, van aumentando y convirtiéndose en goterones; tengo que entrar dentro de la casa para refugiarme. Enciendo la chimenea, pues aún apetece el calor de la lumbre. Mientras, en el exterior, arrecia el viento azotando los aleros del tejado que emiten unos quejidos lacerantes.

Las gruesas gotas de agua caen sobre el  cobertizo, que con las paredes de madera y el tejado de chapa resuenan como si fueran un tambor africano. En su interior, aún está  apilada una ingente cantidad de palos cortados en pequeños trozos, preparados para ser devorados por las llamas del hogar ‹‹fue su último trabajo››

A oscuras, me siento en un sillón frente a los ventanales. Las luces y sombras del fuego resultan reconfortantes; aún así, mi melancolía no desaparece.

Han comenzado los relámpagos que iluminan la noche como si de una sucesión de  flashes se tratara, seguidos por incontenibles truenos con distintos tonos de sonoridad. Mi querido Buffy, asustado, da un salto y se refugia en mi regazo. La noche está cerrada y la estancia ya solo se alumbra con los faroles que hay en la terraza.

El agua cae racheada por el vendaval que también mece los olmos que rodean la casa. Es como si las nubes se hubieran tragado toda el agua de los océanos y estuvieran vomitándolas de golpe. Algunos árboles azotados por el viento y la lluvia se mueven enloquecidos; agitan los brazos como si quisieran huir del lugar donde están enraizados. Sus ramas se doblegan al antojo del aire y algunas  pegan en las ventanas igual que si un alma desencarnada  estuviera llamando para pedir cobijo.

La lluvia cae por los cristales haciendo ondas que, iluminadas por las luces de afuera, se reflejan en mi rostro desdibujando mis facciones. Si alguien mirara a través de la ventana, no sabría si lo que cae por mi mejilla es una lágrima o el agua que resbala por el cristal.

Así transcurren varias horas. Solo tomo un poco de fruta antes de acostarme por eso de no morir de inanición.

Poco a poco el temporal va amainando. Ya solo se oye el chisporroteo de las  últimas brasas y algo triste y melancólico  se desparrama en el ambiente.

No tengo ninguna prisa por irme a la cama. Será otra noche de insomnio buscándote a mi lado en el tálamo y aunque sé que ya no estás, sueño que mañana estarás de vuelta y me despertarás con tus melodías silbadas, que me darán ánimos para levantarme de un salto y acometer la jornada con alegría.

Ángeles Venteo Lara