Un bosque de árboles, algunos centenarios, en los tejados de Antequera

«Un foráneo en el paraíso» | ChLL para atqmagazine

En pleno centro de Antequera, donde los tejados rojizos se recortan contra la Peña y el aire parece más ligero, existe un ático que alberga un secreto vegetal. Un pequeño bosque suspendido sobre la ciudad.

Es el reino silencioso de los bonsáis de Jaime López Povedano, un aficionado que ha convertido su terraza en un lugar especial donde la paciencia, la observación y el cariño son tan necesarios como el agua.

Subo a la terraza de Jaime a media tarde y me recibe una escena que siempre recordaré: un ático inundado de luz, el murmullo lejano de la ciudad a pesar de estar en el centro de ella y, entre ambos, un bosque en miniatura donde cada rama parece haber sido colocada por el tiempo mismo.

El aire huele aún a verano aunque era una tarde nublada de octubre, y a sombra recién retirada. Jaime está allí, entre sus árboles como un forestal entregado que ama su cometido, con una serenidad que solo tienen quienes sienten que su lugar en el mundo está justo donde pisan. Lo observo caminar entre sus árboles como quien recorre una memoria. Su figura se mueve con cuidado, con ese respeto instintivo que uno tiene ante lo vivo.

He venido a conocer sus bonsáis, claro; pero también a conocerlo a él. Y desde el primer momento presiento que lo que voy a contar no es solo la historia de un aficionado, sino la de un hombre que ha encontrado en los árboles pequeños una manera de comprender la vida.

Una infancia sin campo y el deseo de una naturaleza propia

A mí me empezó a gustar de niño…, me dice Jaime con una sonrisa tímida mientras observa sus árboles diminutos con la familiaridad de quien conoce cada rama y cada brote. En su familia muchos tenían parcelas; él no. Por eso, cuando se encontró viviendo en un piso, buscó una manera de traer el campo a su vida.

Veía en los arbolitos pequeños una forma de traer la naturaleza a mi casa, me recuerda. Y así empezó todo. Con un gesto sencillo y casi poético, un niño decidió que un árbol pequeño podía contener un mundo entero.
Fue entonces cuando descubrió que un bonsái no era un adorno, sino una promesa. Una puerta diminuta hacia un bosque que todavía no existía, pero que empezaba a crecer dentro de él.

La colección de Jaime está compuesta, en su mayoría, por especies autóctonas: acebuches, sabinas, pinos… Árboles acostumbrados al sol generoso de Andalucía, que están adaptados a la sensibilidad meteorológica, pero que, en maceta, requieren una atención casi obsesiva.
En verano a veces los riego tres veces al día”, explica. El calor del ático no perdona, y Jaime lo sabe. Cada riego es una conversación íntima con cada ejemplar.

Un acebuche plantado a partir de un tronco que nació del desgaje accidental casi de desecho arrancado de la tierra. Una sabina que llegó quemada, rescatada de un cortafuegos tras un incendio, con la madera chamuscada aún como cicatriz viva. Con las raíces expuestas, y que hoy reverdece gracias a un cuidado meticuloso… Un pino japonés que lleva trabajando años, alambrando y desalambrando como quien educa a un hijo con respeto.

La enorme terraza de su ático tiene el mérito además de ser un pequeño hospital de árboles. Un pequeño ejército de seres que han encontrado en la terraza de de Jaime una segunda oportunidad.
Me enseña un tronco que veo inerte y me dice: «esto que ves aquí, cualquiera diría que es leña para la chimenea; pero si lo miras bien… todavía quiere vivir, y yo voy a hacer que reviva”

La técnica como forma de respeto

Mientras muestra el alambrado de algunas ramas, Jaime habla con modestia de las técnicas que ha ido aprendiendo. Es un gran experto pero no se las da de ello. Alambradoselección de ramificaciónpodatrasplanteinjertos, siempre atento a la reacción de cada especie.
Utilizo técnicas japonesas… siempre aprendiendo de los maestros, dice. Y a la vez defiende, con una sonrisa, algo muy importante: el bonsái puede tener raíces culturales japonesas, sí, pero aquí, en mi ático antequerano, estos árboles respiran una identidad propia.

Incluso el sustrato, akadama japonesa, es parte de ese diálogo entre tradición oriental y naturaleza local, una arcilla que retiene la humedad sin hincharse, perfecta para el abrasador verano andaluz.

Más que un hobby: un modo de estar en el mundo

Disfruto la naturaleza que no podía tener en un piso… es una forma de acercarme al campo desde la ciudad”, me cuenta Jaime.
Para él, cada bonsái es un puente hacia ese paisaje que nunca tuvo de niño. Y también una responsabilidad: Cuidar un bonsái es difícil; requiere estar todos los días pendiente de ellos”.

Sus hijos participan en la tarea, los riegan, los cuidan, revisan ramas, buscan insectos, observan cómo crecen. Es un aprendizaje silencioso, casi ritual, que transmite paciencia, constancia y respeto por la vida.

La luz que da forma a los sueños

El sol de Antequera es un escultor exigente. Jaime lo sabe y lo respeta; los toldos solo se levantan en julio y agosto, cuando el sol deja de ser caricia y se vuelve filo.
Me enseña cómo las hojas se vuelven grandes cuando falta luz, cómo la ramificación quiere alargarse sin control, como un pensamiento que divaga.
«La belleza del bonsái, esa miniatura de un árbol adulto, solo se consigue cuando la luz lo educa con firmeza».

Entonces comprendo que Jaime no domina a sus árboles, que dialoga con ellos.
Les ofrece técnica japonesa, alambrado, poda fina, injertos, selección de ramas, pero también los deja ser. Buscar su forma. Les permite respirar su identidad. “Si un bonsái no tiene sol,” me dice, “se deforma. Se entristece. Se muere.”

Ritual de café, tijeras y linterna

La rutina diaria es casi un poema: por la mañana, café en mano, quita hojas, revisa brotes, humedece la tierra. A media tarde, riega. Por la noche, linterna en ristre, busca gusanos o minadores, siguiendo los hilos de seda que dejan. (Esa imagen queda grabada en mí: un hombre observando el misterio nocturno de un bosque diminuto, protegiéndolo del mundo).
“En verano me cansa”, admite. “Es muy continuo. Hay que sacrificar playa, viajes, ratos familiares. Pero… cuando ves brotar un árbol que dabas por perdido, se te olvida todo.”

Además del cuidado diario, el mayor reto: el verano… y las vacaciones

Si el calor es exigente, las vacaciones lo son aún más.
Cuando nos vamos es un suplicio… y hay que encargar a familiares que los rieguen puntualmente”.
Sonríe con satisfacción al recordar cómo su suegro (qepd), con más celo que él mismo, hacía que algunos ejemplares se vieran mejor cuidados a su regreso. Y a su abuelo, José Povedano, que «hasta que la vida se lo permitió (falleció con 97 años) se ocupaba de cuidarme parte de la que ahora es mi colección, cuando estaban recién recuperados del monte, incluso me acompañaba al campo con mas de 90 años». Ahora tiene que encargárselo a sus cuñados Chari y Carmen Díez de los Ríos Paradas; a José Zurita, enamorado de lo verde o al marido de su prima, Juan Rodríguez. Todos contribuyen a que los árboles estén bien a su regreso.


Mi cuñada Carmen, que ya te he dicho que me ayuda a regar los árboles cuando marcho de vacaciones.

«Si algo define el verano en esta terraza es la palabra vigilancia. Es la disciplina del agua y del sol
En verano, hay días que los riego tres veces. ¡Tres veces!. Y todavía me quedo preocupado».
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Jaime López Povedano

La frase no es una queja; es la constatación de una devoción cotidiana.

Pero no todo son anécdotas. Jaime advierte algo que muchos desconocen: Bonsái de interior no existe… si no tienen sol se deforman o mueren”. «La luz, me dice, ese bien tan abundante en Antequera, es su mejor aliada y también su juez más implacable».

Me muestra un ficus que ha ido cuidando y conserva desde 2001, adquirido cuando trabajaba como economista en una fábrica de perfumes. Lo tuvo durante años en la oficina, donde, pese a las cristaleras amplias, se fue deteriorando. Tuvo que resucitarlo. “Dentro, al final, se mueren. Por eso siempre digo que el bonsái de interior no existe.”

Aprender con otros, enseñar a los nuevos

En 2012, durante una exposición en el Ayuntamiento de Antequera, conoció a Sebastián Luque, veterano aficionado y referente en la comarca, de la Asociación de Villanueva de la Concepción.
“Él me enseñó a recuperar los árboles y a cultivarlos adecuadamente, a ver el árbol que había dentro del árbol. A recuperar, a respetar, a trabajar sin prisas.”
Y desde entonces participa en talleres, comparte conocimientos, aprende estilos, composiciones, técnicas japonesas, injertos, posiciones, proporciones… y forma parte de una comunidad creciente. Cada encuentro es una celebración del detalle, del gesto minúsculo que puede enriquecer la vida de un bonsái.
Habla de sus maestros con un respeto que sorprende en alguien que ya es, sin darse cuenta, maestro para muchos otros.


Sebastián Luque, presidente de la asociación de Villanueva de la Concepción; Antonio Ponce y Miguel Ángel González.
Los tres son maestros del Bonsái de los que he aprendido mucho.

Exposiciones, futuro y legado

Jaime participa en muestras por muchos lugares de Andalucía y, con especial cariño, en Villanueva de la Concepción, lugar célebre entre aficionados de toda España, donde cada participante lleva sus mejores ejemplares. Participar en exposiciones es un momento de orgullo, de compartir esfuerzo y admirar el trabajo ajeno. A la vez, mira con preocupación algunos bonsáis históricos (incluidos los de instituciones conocidas a nivel nacional) deteriorados por falta de cuidado. Para él, la lección es clara, el bonsái exige constancia y alma, no solo agua y sol.

«Mi mujer, Eva, ha hecho muchos sacrificios para que yo pueda atender esta afición. Con esfuerzo por su parte se ha adaptado a pasar fines de semana sola o cambiar planes, cuando tengo talleres, exposiciones o salidas al campo. Intenta acompañarme siempre que puede. Nunca podré agradecérselo suficientemente» .

Los hijos ya crecieron desde esta foto en la que venían con nosotros a todas las exposiciones. Me ayudan en casa, pero sus fines de semana, ahora de jóvenes, tienen otras preferencias. Ley de vida.

Bosques, lascas y paisajes en miniatura


Me enseña un pequeño bosque creado por sus hijos sobre una lasca de pizarra con forma de Andalucía.
Me cuenta el método, el uso del Keto, la colocación del musgo en los bosques, la simetría natural.
En su voz hay orgullo, pero sobre todo ternura: los niños han heredado parte de su afición y de su manera de mirar, aunque bromean con él sobre el futuro de los árboles.

Y me muestra también las heridas de una granizada de hace tres años, ramas rotas que aún se recuperan.
Miro alrededor y pienso que nada aquí sobrevive por casualidad.


Me fue nombrando los diferentes árboles.

Preparando para la exposición en Villanueva

La verdad que Jaime quiere que quede clara

Antes de despedirme, me dice:
Quiero que la gente sepa que un bonsái no es una maceta. Ni una planta pequeña. Es un ser vivo que necesita que estés encima de él todos los días. No es fácil. Pero vale cada esfuerzo.”
Lo dice mirando un árbol que recuperó hace diez años y que, en la naturaleza, podría tener cien.
En ese momento entiendo que Jaime no colecciona bonsáis, más bien es alguien que custodia historias.

Los árboles que regresan de la muerte
En una esquina del ático, casi tocando el cielo, hay una sabina que sobrevivió a un incendio. Su madera muerta es oscura y desgarrada, como un párrafo quemado de un libro antiguo.
“Nadie diría que esta podía vivir”, murmura Jaime.
Pero él la vio. La vio cuando otros solo vieron un tronco para la chimenea.
La arrancó con mimo de un cortafuego, la plantó vertical para convencerla de seguir subiendo, y ahora, años después, la sabina le devuelve vida en forma de brotes cortos y obstinados.

Así son muchos de sus árboles:
unos desgajados por la máquina de un cortafuego,
otros debilitados por la granizada,
algunos quebrados, casi rendidos,
pero aún con esa energía antigua que solo un buen ojo sabe reconocer.
Jaime los observa y los escucha.
Ellos, a su manera, también le hablan.

En su ático, Jaime no solo cultiva árboles. También cultiva un modo de mirar la vida.
Paciencia, dedicación, silencio, observación… Cada bonsái es un recordatorio de que lo diminuto puede ser también inmenso.


Cuidar un bonsái es un arte que combina paciencia, observación y dedicación diaria. Aunque no es fácil, la satisfacción de verlos crecer y florecer vale cada esfuerzo, dice Jaime mientras la tarde cae sobre Antequera y sus árboles se preparan para otra noche tranquila.

Allí, en lo alto, en su propia casa, un bosque pequeño demuestra que la grandeza, a veces, cabe en una maceta.


La afición al Bonsái está muy extendida en la comarca, gracias a la labor de la Asociación de Villanueva de la Concepción.