¿Va usted a quedarse mucho tiempo? o «la chiquillada» de mi hermano que me enamora recordar



Recuerdo muy nítidamente que un día mis padres reunieron en el salón de nuestra casa a sus diez hijos para dar la bienvenida solemne a un amigo célebre y presentarnos sus bondades. Nuestra casa en Madrid era entonces un lugar de llegada de familiares y amigos de mis padres que venían de visita a la capital o a resolver asuntos distintos.

Todos conocían la generosidad con la que mis padres trataban a quienes necesitaban unas caras amigas fuera de su terruño. Le hacían un hueco en nuestra casa a compartir el salero de nuestras  alegrías y también las estrecheces de una familia numerosa llena de chavalería. Mis padres adquirían entonces, con gran esfuerzo pero con idéntica grandeza en la entrega, las mejores viandas de aquella época para agasajar al invitado (pollo, entremeses, y algún refresco más allá del agua con el que sellar  momentos de amistad).

Los pequeños nos arremolinábamos de dos en dos en camas de uno, para dejar libre la habitación o habitaciones que durante unos días alojarían a los invitados. Y sabíamos que el uso del baño tendría una norma más estricta de la que habitualmente ordenaba mi madre repartiendo justicia entre peleíllas de hermanos (¿Quién no sabe que un minuto no mide la misma duración si estás dentro del baño o estás esperando a que salgan para que puedas entrar tú?). ¡Mamá, dile a Carlitos que salga ya del baño, que me toca a mí!

De niño todo molesta, pero todo se soporta cuando el cariño de unos padres es tanto.
Además esas «incomodidades» tenían la contrapartida de que durante esos días nuestros paladares se entrenarían con alimentos de fiesta.

Mi padre nos compartió a su amigo con felicidad, mientras nos presentaba a ese gran profesor de matemáticas llegado de Antequera a tomar posesión de una plaza de catedrático en Madrid.

Sin dar mucha tregua a sus palabras de bienhallado, mi hermano pequeño (7 años, pantalón cortito de gala de entonces, heredado del mayor, con una mano en el bolsillo -seguro que  rompiendo una galleta de mantequilla que habría guardado para “su después”- ) preguntó con su voz de pito: “Señor, ¿va usted a quedarse mucho tiempo?”.
D. José, le contestó, con la misma simpleza aunque con más filosofía:
“¡Todo el que dure tu recuerdo!”.


Durante los ocho o nueve días que estuvo con nosotros, amenizaba nuestras cenas con jueguecitos mentales que nos hacían pensar y con palíndromos, adivinanzas y toda suerte de gracias que nos dejaban sorprendidos, nos enseñó a jugar al ajedrez y reforzó aún más la inspiración por la lectura que mis padres llevaban tiempo haciéndonos vivir.

Al pasar hoy por calle Merecillas junto a un hombre de edad avanzada vestido muy pizpireta, me ha venido el mismo aroma del agua de colonia a la que olía D. José. ¡Hay que ver cómo es la memoria olfativa! Han pasado 57 años de aquello y aún me evoca ese recuerdo de infancia un simple aroma.
¡Gracias, señor!, le he dicho yo (que no me corto al hablar con desconocidos, eso sí con mucho respeto siempre). Me ha preguntado por qué. Le he contestado: porque me ha recordado un tiempo muy bonito de mi niñez.

D. José, amigo de mi padre y célebre catedrático de matemáticas nacido en Antequera pero ejerciente en Madrid, ya falleció; pero este señor anónimo paseante por calle Merecillas le ha librado de una segunda muerte, la del olvido y con ello ha rescatado una vez más en mi memoria la imagen maravillosa de mis nueve hermanos y mis padres viviendo un episodio más de una infancia feliz, de esfuerzos, pero feliz; que están guardadas en el espacio más sagrado de mi alma.