«Un foráneo en el paraíso» | atqmagazine
Fotos prestadas por José Díez de los Ríos
Por un momento, fue como si el mundo despertara solo para nosotros.
El 20 de junio de 2025, una de las madrugadas señaladas en el calendario del año, la que antecede al solsticio de verano, nos recogió un microbús silencioso en la plaza del Coso Viejo.
Éramos un grupo diverso de gente. Ellos y ellas muy interesantes y muy majos, cada persona en su estilo con brillos propios y personalidades distintas, muestra de la riqueza de la variedad humana.
En gran parte, desconocidos entre sí, unidos por una invitación a participar en esta experiencia, que parecía más una confidencia clandestina que un evento: ver nacer el sol desde Las Ventanillas del Torcal, acompañados por violines y una promesa íntima de belleza.

Habíamos hablado de ver amanecer en este solsticio, momento que marca el día con más horas de luz del año; de una caminata fácil; de violines en lo alto de las cumbres…
Y aunque todo eso se cumplió, nos llevamos también un instante de verdad sin artificios, algún nudo que otro en la garganta, y el raro privilegio de sentirnos presentes en un mundo que no nos debe nada pero, a veces, nos regala todo.

Subimos en la penumbra, guiados por Fernando del Pino, que camina por El Torcal como si fueran los pasillos de su casa. No en vano lleva años hablando con esas piedras.
La ruta fue corta, suave, muy respetuosa con el silencio que ya se empezaba a formar entre nosotros. Nadie hablaba mucho. Había en el aire una sensación de espera de algo que aún estaba por suceder.






A las 6:50, aproximadamente, el sol comenzó su aparición, tímido y lento, como si también él necesitara tiempo para hacernos entender que estaba llegando el momento.
En ese espacio aún suspendido entre la noche y el día, Carmen Parejo leyó a Whitman. Puso su alma y su voz, siempre con duende, que temblaba un poco por la emoción que también nos supo contagiar a todos y llenar por dentro. Aunque nuestros ojos miraban a otro infinito, nuestros oídos escuchaban sus palabras. El texto hablaba de celebrar al ser humano en su plenitud; de la naturaleza como templo y espejo… Fue otro chispazo discreto pero luminoso:
«Creo que una brizna de hierba no es menos que el camino que
recorren las estrellas.
Y que la hormiga es perfecta, como también lo son el grano de arena
y el huevo del gorrión.
Que la rana es una obra maestra
digna de las más altas creaciones.
Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo.
Que la vaca que pasta con la cabeza gacha
supera a todas las estatuas.
Y que la más pequeña articulación de una de nuestras manos
podría humillar el mecanismo de cualquiera de las máquinas.
… Que un simple ratoncillo es un milagro capaz de asombrar
con su astucia a millones de incrédulos (…)
Es un canto de amor y respeto a los seres vivos y a la más grande de todas las maravillas, que es la vida humana.

Y en ese mismo instante de plenitud, al que había llevado a nuestras mentes, Carmen Parejo, con las palabras tan sabias de Whitman, sonaron a dúo una viola y un violín en la grandiosidad de la montaña.
No luchaban contra la sonoridad del viento; al contrario, acariciaron su paso. Irene Ruiz y Lourdes Castro, profesoras de la EMMA (entidad coorganizadora de esta aventura) que tampoco buscaron ser protagonistas, pusieron con alma «la banda sonora» de un momento único para quienes estábamos viviendo el milagro.


Tampoco querían competir (ni mucho menos) con las miradas hacia la meta final del horizonte, solo acompañar con acordes el nacimiento de ese día tan especial y entregar la magia de su arte para que la mirada del grupo se dirigiera donde cada uno pudiera, donde cada uno quisiera, en cada uno de los instantes, entre bellos sonidos e imágenes únicas del sol en el infinito.

…Y con la atención de todos los ojos, en el deseo de verlo nacer apareció en el horizonte aquella bola de fuego abriéndose paso en la eternidad de los cielos.
La música habitó el momento, La mañana, Peer Gynt (Edvard Grieg) | The Ludlows (Leyendas de pasión) | Now we are free (Gladiators), como si ese sonido hubiera nacido ya dentro de mí y simplemente se hubiera despertado.
Estábamos en lo alto, en silencio también, dejando que las caricias en las cuerdas hablaran por todos nosotros. En los momentos sublimes, nadie rompió el silencio. Tan solo por unos instantes unos aplausos. Quizás para que no se escapara la magia como se escapa un sueño al despertar.

Alguien había dicho antes: “Sería bonito que nos enseñaran de niños a despertar con violines y a dormirnos con timbales”. Aquella frase, que sonaba poética en el cartel de la invitación, cobró cuerpo: Lourdes está esperando un hijo. Imagino el sentimiento tan profundo de ese momento para ella, acariciar las cuerdas de su violín en ese instante incomparable, con el mundo parado en ese lugar emblemático, a esas horas… en un símbolo de amor que será único también para su bebé.

El mundo amanecía con música. Y no había pantallas, ni ruidos, ni urgencias. Solo la luz rasgando la calima ligera del valle, el vuelo de algunas aves como techo de fondo, y ese escalofrío interno dulce y hermoso que te sobrecoge por dentro cuando sabes que estás exactamente donde quieres estar.
Yo, que tengo mi alma en mi almario, pensaba en mis seres queridos y en el renacer que la vida te ofrece con cada cambio de «estación» en el camino. Como una promesa, el solsticio y cada amanecer me dicen que cada final contiene su comienzo, que incluso en la noche más larga la luz está esperando su turno para regresar. Y que es el tiempo de «cerrar» los ojos sin temor, para sentir que ni el pasado ni el futuro nos persiguen. En ese presente de pausas de cada amanecer y de cada cambio de estación, me siento en un refugio, al igual que me hallo en cada pausa de regazo: en una ducha, en unas horas de sueño o en un abrazo de amor o de amistad. Y descubro que renacer no es arrancar de raíz, que es aprender a crecer distinto aunque sea en el mismo lugar.
Los demás… cada uno y cada una en su propio ensimismamiento, en sus propias importancias y sentires, tan importantes o más que los míos. Probablemente siendo parte de lo mismo.
…Estábamos celebrando la llegada del solsticio, viviéndolo como cada uno quiso, tal vez todos compartíamos nuestro silencio, mientras mirábamos en ese umbral suave y profundo del horizonte, también una grieta dorada en el tiempo por donde el alma puede pasar sin miedo. No para huir, sino para dejar atrás el peso inútil de los días que ya no nos pertenecen.
Hicimos juntos una pausa en nuestras ocupaciones y en nuestros menesteres, como si el universo se hiciera silencio para escuchar nuestras voces internas, y -herederos de la filosofía más bella- comprender que en esa pausa está la semilla que comienza a florecer, si te prometes a ti mismo crecer aunque seas tan mayor o más aún que yo. Andar por la vida siendo mejor ser humano, mejor persona cada día.

Creo que cada solsticio, cada equinoccio es mucho más que un giro astronómico; quizás sea el alma del tiempo invitándonos a dejar reposar el pasado como hojas que ya cumplieron su danza. No con olvido, sino con gratitud, porque todo ciclo se renueva naciendo de nuevo en ese punto de quietud.
Después de algún ratillo de silencios y elogios al sol, Fernando nos llevó por una breve ruta por el corazón de El Torcal, donde las piedras parecen haberse detenido en una danza milenaria. Caminamos como si flotáramos, casi con pudor, como si no quisiéramos estropear la magia de lo vivido minutos antes. No era momento de grandes conversaciones, sino de sonrisas breves, de miradas que decían: sí, yo también lo he sentido.

El desayuno, sencillo, también arriba de la ciudad, en el Mirador, todos en una mesa de alegría, con mollete antequerano y café de no sé donde, fue el «enganche» de vuelta a la cotidianidad, pero todavía seguía siendo un aviso y aún disfrutábamos de la exclusividad del momento.
Al rato volveríamos a la Plaza de Castilla y a recorrer Estepa para llegar al Coso Viejo y entrar en el mundo de siempre. Pero todavía en ese contexto, cada bocado era un ritual de regreso al cuerpo. Estábamos ya de vuelta, pero aún a medio camino entre lo tangible y lo soñado.

En mi interior algo se había movido. Lo sabía sin necesidad de hablarlo. Me lo llevo dentro, como la música de Gladiator, una de las que interpretaron allá arriba Lourdes e Irene, que seguirá sonando en mis días grises, mientras llevo mi mirada todo lo lejos que pueda en el horizonte de mis adentros.
No sé si lo volveré a vivir. Pero, como el sol, a veces basta con saber que volverá, aunque yo no esté.