
LAS MIL HISTORIAS NATURALES | de Francisco J. Rodríguez
Amanece sobre la vastedad de la Vega de Antequera. Se extiende la fértil planicie hasta donde la vista alcanza. Un agricultor lleva toda la mañana escamado por una misteriosa presencia. Entre los gruesos terrones, dos extraños seres alados, negros como un cielo encapotado, andurrean al rebusque aquí y allá. Largos picos curvos, y una cabeza pelada rematada de cresta punky tras la nuca, les hacen feos, rematadamente feos en opinión del lugareño.
Sus perfiles mitológicos recuerdan a los de antiguos jeroglíficos egipcios. Se trata de los ibis. Ibis eremitas para ser precisos. ¿Pero qué hacen aquí estas aves? Se antoja una visión atemporal. Han transcurrido largos siglos desde que la especie se extinguiera de estas tierras. Su arcaica presencia regional se evidencia al adentrarnos en las cavernas prehistóricas de la vecina provincia gaditana. Allí, hasta un cuarteto de grabados dibujados con pericia mediante hábiles trazos sobre la roca por expertas manos humanas hace miles de años, recortan la posible silueta de ibis en la oscuridad de la Cueva del Tajo de las Figuras, en Benalup-Casas Viejas, comarca de La Janda. Quedaron allí para la posteridad, retrato vivo de tan pretérita presencia. Aquellos frescos milenarios serían bautizados como el “observatorio ornitológico prehistórico”, por la hermosa colección de aves que atesoran en sus entrañas.
Al poco, un rastreador de aves escudriña el barbecho de los pájaros azabache. La noticia llegó a sus oídos, y ojea con ansia hasta el más mínimo atisbo. Un ojo en tierra, el otro, cual camaleón, proyectado sobre la pantalla con GPS activado, la del dispositivo móvil que sostiene: conectado a un satélite, este le indica en tiempo real, con ínfimo margen de error, que el par de bichos sombríos se encuentra ante sus propias narices. Portan los ibis unas mochilitas con emisores a sus espaldas que geolocalizan su ubicación. Los hombres de ciencia se los colocaron para obtener tan valiosa información. Hoy nos permiten rastrear, sin pudor alguno, los más íntimos movimientos de sus emplumados portadores. ¡Por fin! ¡Ahí están! La pareja ocupa el centro de la imagen, en los potentes binoculares del ornitólogo espía.

Todo empezó meses antes, muy lejos de aquí.
Cuando aquel pollito austríaco de ibis rompió desde dentro el cascarón con su incisivo “diente de huevo”, se hizo la luz, una luz cegadora. Y allí apareció, justo delante; era ella, su madre, o a decir verdad quien él creyó era su madre: el primer ser vivo u objeto que vio moverse nada más nacer. Se había producido la «impronta», ese fascinante fenómeno del comportamiento animal ⸺en especial las aves nidífugas, que abandonan el nido nada más nacer⸺, estudiado por el prestigioso científico austriaco Konrad Lorenzo, por el que obtuvo en los setenta el Nobel de Medicina. En segundos se estableció un lazo invisible de acero, un nexo que nadie borraría jamás, que permanecería toda su vida en el corazón de aquella despeluchada y débil avecilla. De adulta la seguiría a todas partes; e incluso en época de celo cortejaría a individuos semejantes a ella. Así fue como la incondicional cuidadora, que se desvivió sin separarse jamás de tan frágil criatura, se convertiría en su madre adoptiva por méritos propios. Idéntica impresión se produciría con el resto de pollitos de aquella hornada de treinta y cinco aves sedientas de vida que fueron naciendo al calor de la incubadora. Constituía el prometedor Proyecto Waldrapp, nombre en alemán del ibis. La primera etapa de la operación Ibis había resultado todo un éxito. Ilusionados, los técnicos cruzaron los dedos esperando buenaventura en las emocionantes fases venideras.
Y llegó el día esperado. Era el 21 de agosto de 2023. Aquella mañana vienesa amaneció calma. La piloto austríaca atravesaba los hermosos cielos europeos. No iba sola… Tras ella una larga y oscura estela: su incondicional comitiva, la negra bandada de pájaros ansiosos. No pensaban por nada del mundo dejarla marchar. Ni habría millas suficientes para separarles de su obsesiva figura de apego. En total dos aviones ultraligeros, a bordo de los cuales sendas ornitólogas, que hacían de atrayentes imanes. En la mente de las científicas un objetivo: enseñar a las desgarbadas zancudas el recorrido de aquel puente aéreo que se convertiría a la postre en su ruta migratoria, la que hubieron surcado incansables sus antepasados por cientos de generaciones antes de que el implacable azote de la extinción provocase su definitiva desaparición de la faz de la vieja Europa.

El jefe de la expedición de aquella audaz singladura lo describiría con gran emoción: sentía pertenecer a la bandada, ser uno más entre los pájaros, conduciéndolos hasta su deseado destino. Cortando el viento, la peculiar comitiva surcó el viejo continente. Atravesaron cordilleras y montañas, sobrevolando relieves accidentados y paisajes portentosos. Allí abajo divisaban los Alpes, más tarde atravesarían los Pirineos. Ya volaban sobre la piel de toro, Iberia. Tras tamaña singladura, con 2.300 Kilómetros a la espalda y varias escalas en mitad de la ruta, la llegada a tierras gaditanas, su anhelada parada final, no resultó nada fácil. Las condiciones atmosféricas quisieron arruinar la llegada a meta de la expedición migratoria. Un intenso viento de levante amenazaba con disgregar y extraviar al grupo, si no terminaba haciendo estrellar a pájaros y ultraligeros. Fue preciso improvisar raudo un aterrizaje de emergencia antes de tiempo, a cierta distancia del punto de destino. Aun así lo habían logrado. Habían llegado a la tierra prometida, la Janda, territorio de oportunidades. Dejaban atrás miles de kilómetros de dura travesía. Reconquistaban aquella comarca, la que alojase estampadas sobre paredes las siluetas de sus antepasados, dibujadas al resguardo de las ocultas cavidades. Desde aquí se expandirían a territorios vecinos. La felicidad invadía los corazones de toda la expedición.
Habrá quien piense que aquel día el hombre cometió una osadía, jugó a ser Dios. Traslocó una colonia de aves hasta un territorio del que había desaparecido siglos atrás. Y no satisfecho, se introdujo en la cabeza de los pájaros, implantando en sus mapas mentales una ruta legendaria, aquella que un día olvidaron, la ruta migratoria que en el pasado guió por los otrora límpidos cielos de la vieja Europa a la estirpe de los ibis eremitas. Puente aéreo que quedó grabado a fuego, para que fuese repetido de nuevo, año tras año, por generaciones. Aquel día se redibujó con trazo nuevo la vieja ruta, antigua y secular, que en la noche de los tiempos el clima, el hombre y los elementos se confabularon para desdibujarla del mapa de la memoria hasta provocar la extinción continental del antiguo pájaro de los jeroglíficos, el ibis.
Francisco J. Rodríguez | Oct 2025
Francisco J. Rodríguez es un investigador y divulgador medioambiental con una amplia trayectoria en el estudio del ecosistema del Torcal de Antequera (Málaga).
Ha sido premiado por:
La Agencia de Medio Ambiente de Andalucía
El Colegio de Doctores y Licenciados de Málaga por su trabajo sobre el ecosistema del río Guadalhorce.
Encargado del inventario y propuesta de restauración de fuentes y abrevaderos del Torcal, por el Ayuntamiento de Antequera.
Autor del libro “La naturaleza en Villanueva del Rosario”, publicado por su Ayuntamiento.
Forma parte de un grupo de seguimiento de la colonia de cernícalos primilla, una rapaz protegida en el núcleo urbano de Antequera.
Actualmente trabaja como guía e intérprete de la naturaleza en el Caminito del Rey, en el Paraje Natural del Desfiladero de los Gaitanes.

Y es autor de además de numerosos trabajos científicos, del libro ‘Torcal. Habitantes del tiempo | Una historia humana.






