LA VIDA SIGUE | Remedios Fernández
Ana permanecía sentada en un taburete, a pesar de su agitación, en un perfecto ángulo recto. Mostraba un aire de diva con su vestido de punto azul bien ceñido, poco apropiado, le hubiese aconsejado cualquiera, para una primera impresión. Su pelo debió permanecer bastante tiempo bajo la presión de los rulos dada la vaporosa melena que lucía hasta los hombros. Con el propósito de contener la ansiedad que le provocaba la espera, se acariciaba, a intervalos cada vez más cortos, sus suaves pierna cruzadas a la altura de los tobillos y untadas de crema bronceadora. Los zapatos de tacón excesivo con tiras doradas y las uñas rematadas de un intenso color rojo tampoco parecían los más indicados para la ocasión.
Ana no pudo evitar un sobresalto al oír que la llamaban, recordando, al levantarse, a una actriz que hubiese escuchado la claqueta que le indicaba el comienzo de la acción. Sería porque ella, realmente, iba a actuar, pues daba comienzo su primera cita con Enrique, así se llamaba o se hacía llamar su conocido a través de una red social. Él, al tiempo que la llamaba, aleteaba su mano en alto para que se acercara. La reconoció por su vestido. Era la referencia que Ana le facilitó cuando decidieron que la relación ya requería verse las caras el uno a la otra. Más aún teniendo en cuenta el fatal suceso acontecido, a modo de inesperado giro de guion en el curso de una película. A costa de aquella desgracia, se vio favorecida esta relación creada por Ana para canalizar las aguas que hacía su matrimonio y fantasear virtualmente con una nueva ilusión.
En el pub elegido como escenario para el encuentro, las sutiles luces que se ocupaban de otorgarle un ambiente intimista cambiaban a colores más cálidos en los reservados. Tras un saludo desconfiado y frío, Enrique le indicó a Ana la mesa que debían ocupar en uno de aquellos rincones. En una conducta arcaica, él retiró una silla para que ella tomara asiento, una vez Ana se hubo sentado, la aproximó a la mesa con un ligero impulso, luego él se acomodó enfrente. Enrique, que vestía una llamativa chaqueta a cuadros y un caro pantalón vaquero, se esmeró en cuidar que su aspecto fuese jovial, incluido el pelo, cuyo flequillo lacio que cubría gran parte de su frente, abría bastantes dudas sobre su autenticidad.
El vino que el adulador camarero les recomendó, con excesiva verborrea, despachó en unos minutos el inicial recelo entre Ana y Enrique, enlenteció ligeramente el tiempo y creó una atmósfera propicia para la seducción. Desinhibidos, se acariciaron los dedos al brindar, rozaron sus rodillas aprovechando la estrechez del reservado y se cruzaron miradas difíciles de sostener. Pero algo vino a quebrar el avance de ese flirteo que tanto prometía. Fue la impertinente melodía del teléfono de Ana, alguien escogió mal la ocasión para mensajearla. La cara de Ana reflejó su contrariedad, disculpándose, se apartó con discreción de la mesa y escuchó: «Buenas tardes, Señora, somos de la funeraria, nos hacemos cargo de su pena y tristeza por tan repentina y dolorosa pérdida, pero debería comunicarse con nosotros para acabar con el penoso tema de la tumba de su marido, debe indicarnos el epitafio para inscribirlo en la lápida en la que aún no hay ningún nombre».
