Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad, mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hacer muchas cosas ‹‹antes de asentarse››.
¡Qué sabe nadie! En esos momentos mi memoria se me retrae a mi niñez y vuelvo a rememorar aquellos años en los que fui completamente feliz. Ahora os cuento… ¡Ah! Tengo que aclarar que mis padres eran titiriteros.
En aquellos años, nuestro carromato tirado por dos mulos, traqueteaba por caminos de adoquines. Las marionetas se bamboleaban colgadas de los arcos de hierro que sostenían las lonas que cubrían el rectángulo de la parte trasera. Allí, se guardaba el escenario para la actuación de los muñecos, nuestras pocas pertenencias y también nos servía de dormitorio. En una pequeña canastilla de mimbre, iba yo. En las noches cálidas, mis padres apartaban la cubierta y el cielo era nuestro techo y cuando el frío arreciaba, forraban la lona con otra de plástico y se acurrucaban conmigo y nos tapábamos con gruesas mantas. Así pasaban los días, los meses, los años y yo fui creciendo; por eso, mis padres me compraron un poni, para que yo lo montara y no fuera siempre en el cajón del carro.
No sé cuando comencé a tomar conciencia de lo que en realidad ocurría; quizás un día, cuando estábamos llegando al siguiente pueblo en el que se celebraría la feria, mis padres que viajaban en el pescante, miraron al cielo y vieron como la luna comenzaba a aparecer con timidez por detrás de los montes y, poco a poco, iluminaba el camino de piedras y a los verdes y extensos campos que se extendían a derecha e izquierda. El silencio nocturno se veía interrumpido de vez en cuando por el ulular de algún mochuelo que aprovechaba la noche para salir a la caza de su sustento. Mi madre dijo:
—Rogelio, creo que es conveniente hacer noche por aquí; nuestras amigas las marionetas estarán ya cansadas de ir dando tumbos y ya sabes que cuando llega la media noche, ellas toman vida y si están agotadas, se ponen de mal humor. Además, no debemos arriesgarnos a que alguien las vea porque tendríamos problemas. No sabríamos como explicarlo, ni siquiera nosotros lo entendemos.
Encendieron una fogata y dispusieron algo de alimento. La luna llena ya estaba arriba y a las doce; Pinocho y Geppetto, el Gato con botas, Caperucita Roja y el Lobo, Cenicienta y el Príncipe y un montón de marionetas más, comenzaron a despertar y a desperezarse.
—Ahhh, ¡Que buena noche hace! —Decía uno
—Ohhh, ¡Que luna más maravillosa! —Decía otro y enseguida comenzaron sus risas y sus incansables bailes alrededor del fuego. Los tres bailábamos con ellas, hasta que al alba, caíamos rendidos.
Mis padres siempre me advertían que de eso… yo no podía hablar, que era un secreto que solo podíamos conocer nosotros y si lo decíamos, secuestrarían a las marionetas y las maltratarían. Yo nunca abrí la boca.
Al día siguiente, como siempre, el carromato entraría en el pueblo y una chiquillería lo seguiría con la ilusión de la inocencia. A las cinco de la tarde comenzaba la actuación y niños y marionetas eran felices. Cuando terminaba la función, los titiriteros comenzaban el camino hasta el siguiente pueblo, acamparían antes de llegar, donde se repetiría lo mismo que la noche anterior.
Los pequeños, veían y escuchaban las historias embelesados, los mayores pensaban que solo eran marionetas en las manos de un hombre y una mujer, pero no sabían lo equivocados que estaban. Solo mi pequeña familia sabía la verdad.
Yo me hice mayor y abandoné los viajes porque debía de estudiar. Me quedé a vivir con mi abuela pero mis padres siguieron con su trabajo.
Pasaron los años y como si esos títeres fueran humanos, se iban haciendo mayores; como cualquier ser vivo, comenzaron a deteriorarse y poco a poco, iban perdiendo vida; por ello, un día mis padres decidieron no volver a actuar. Ahora, descansan todos sin vida en un baúl forrado de terciopelo, que yo abro de vez en cuando para acariciar esos restos de madera y tejidos. No sé si en algún otro lugar del mundo existirá un caso similar.
En estos momentos tengo los años que tenían mis padres cuando viajaban con las marionetas y, por eso comprenderéis, que aunque ellos no hayan visitado países extranjeros, conocen cada uno de los pueblos de España, todas las fiestas patronales, la felicidad de los pequeños y un gran secreto. Por eso digo, que envidio la vida de mis padres a mi edad.
Ángeles Venteo Lara

Ángeles Venteo Lara nació en San José de la Rinconada (Sevilla) pero hace 41 años que vive en Antequera. Estudió en el Instituto Laboral Femenino y Escuela de Secretarias.
Ha compaginado su labor de ama de casa, con la consulta de Pediatría de su marido.
En 2004 comenzó su andadura en Colaboración Internacional,
concretamente en la provincia de Nara, región del Koulikoro en la República de Malí; hasta que en 2014 tuvo que abandonar el ir hasta allí, por culpa de la
rebelión de los tuaregs y un golpe de estado. Aún sigue en contacto con algunos de los amigos que allí hizo y sobre todo con una niña que se ha traído
en acogida en varias ocasiones, que ya es una mujer casada y con hijos a la que ayudó a hacer la carrera de enfermería y que la llama mamá.
Actualmente y desde hace muchos años, es la vicepresidenta de la Plataforma para la promoción del voluntariado de la comarca de Antequera.
A Ángeles le gustaba leer desde muy pequeña; ya con cinco años leía de corrido las “Lecturas Graduadas” y el primer libro que le compró su padre fue
“Otra vez Heidi” de Juana Spyri. Aunque siempre le han gustado los libros, solo se planteó escribir cuando en 2015 se le concedió el premio Cristobalina Fernández de Alarcón, pero no comenzó hasta el año 2023 que se apuntó al “Taller de Escritura Creativa de Antequera”.