Foto de portada: prestada por Manuel Romero (AFA)
«Un foráneo en el paraíso» | ChLL para atqmagazine
Ya expuse hace una semana mis 7 razones para asistir a este acto musical ‘Antequera canta con Frisina’, y no solo no me ha decepcionado sino que ha cubierto mis expectativas con momentos incluso de fascinación.
Y, al igual que yo, muchísimas personas quedaron también fascinadas por tanto especial que allí ocurrió:

Fascinados por Marco Frisina, pero también…
Fascinados por la Coral María Inmaculada de Antequera;
Fascinados por la Coral Ciudad de Antequera;
Fascinados por los Coros de los Colegios de Antequera
Nuestra Sra de Loreto; María Inmaculada y Ntra Sra de la Victoria.
Fascinados por la Orquesta Sinfónica de Málaga.
Fascinados por el Coro de la Catedral de Málaga;
Fascinados por el Coro de la Catedral de Huelva;
Fascinados por la Coral de Tarifa;
Fascinados por el Coro de la Catedral de Jaén;
Fascinados por la Coral Alonso Cano de Priego de Córdoba.
Fascinados por la Escolanía Pueri Cantores de Málaga;
Fascinados por los solistas Mari Luz Román, soprano y Luis Pacetti, tenor.
Fascinados por el guitarrista Javier García Moreno
…Y fascinados por los momentos tan bonitos que vivimos.
«A pesar de las distancias previas que separaban geografías y gargantas imposibilitando los ensayos en común, las distintas agrupaciones musicales supieron superar los límites del espacio y del ego, y, como si cada alma respondiera a un mismo latido, ensamblaron con asombrosa precisión cada tesela de ese gran puzzle sonoro, hasta que las 200 voces y las notas musicales dejaran de ser muchas, para convertirse en una sola respiración, en una sola coral, indivisible, …en pura armonía.
Fue tal vez una de las cosas más valiosas de la noche. Ver cómo se puede construir algo colectivo sin renunciar a lo particular» | ChLL
Era 29 de agosto y la luz de la tarde, que moría lenta, se arrastraba por los muros dorados de Antequera. Subí hacia la colegiata desde el Coso Viejo por la cuesta de san Judas, como se suben ciertos caminos que no sabes bien por qué te llaman, pero en los que te sientes atraído. Gente de todas partes llegaba en silencio, sin prisa, parecía que supieran que aquello no se vivía cada día. Huelva, Cádiz, Jaén, Málaga… provincias enteras traían sus voces. Y una ciudad, la mía; por una noche, se preparaba para cantar.
Marco Frisina el compositor que ha llenado catedrales de música también lo hizo aquí. Cuando llegué ya estaba dentro, discretamente en un lateral de la piedra que ha visto siglos de historia. Le acompañaban once coros, una orquesta sinfónica y quinientos ciudadanos y ciudadanas expectantes.
Le reconocí por las fotos, pero no hacía falta. Había en él una calma distinta, como si su lenguaje empezara donde acababa el mío. Y habló. En italiano, en español, en latín, en notas que no sabían de idiomas. Habló con la voz de doscientos corazones afinados en un mismo tono y un mismo propósito.
Llegaron corales de toda Andalucía. Y entre ellas estaban las nuestras, las de aquí. Sentí ese entrañable pellizco que legitima mi derecho a enorgullecerme de «lo nuestro».
Cada uno y cada una de ellos y de ellas cantan por sus propias razones, unos por amor, otros por fe, o por memoria, o por … Y vinieron a ofrecer su voz para algo más grande que uno mismo.
El acto empezaría a las 21:00h; pero a las 20:15, todas las sillas estaban ocupadas. Cuatrocientas y pico tiene el aforo de sentados. Las naves laterales llenas también de gente en pie, de puntillas, entre columnas, en los márgenes del tiempo y del espacio. Un mar de rostros mirando hacia el altar sin culto convertido en escenario. Un templo renacentista transformado, por una noche y para muchos asistentes, en la antesala del cielo.

Foto prestada por Manuel Mayorga Vegas.
Había ese murmullo denso que precede a los grandes acontecimientos, el de quienes saben que están a punto de vivir historia, aunque aún no sepan cómo se llamará lo que están por presenciar.
Yo había llegado pronto, pero no lo suficiente para encontrar asiento y aunque lo hubiera conseguido, no me habría sentido a gusto con tanta gente a mi lado sin poder sentarse. Razón de más para rendirme a la evidencia y después de hacer algún mini video de la colocación en el escenario de los cantantes y músicos, marché de nuevo hacia atrás, donde encontré un hueco sin vista en la nave del Evangelio (la del lado izquierdo, según se mira al altar, lo aprendí en las clases de Patrimonio del CEPER). Apoyé mi espalda en una columna para descanso de mi cuerpo y para apreciar mejor cómo reverberaba el sonido. Cerré los ojos para concentrarme en lo que oía, y sentí… ¡Vaya si sentí!.
…Y pude comprobar que las columnas tienen pulso.
El concierto arrancó con “La vera gioia” y “Il canto del mare”. Dos piezas que marcaron el tono del programa, una mezcla entre espiritualidad, emoción, épica y belleza escénica musical.
Frisina dirigía sin estridencias. Como quien confía en lo invisible. Las voces le seguían. Cantaron a San Pedro, a San Pablo, a Francisco y a Clara, como si estuvieran en la plaza de San Pedro en Roma, pero con el eco inmenso de la Peña de los Enamorados custodiando desde lejos ( la puerta lateral de la Colegiata a mi izquierda divisaba ese paisaje). En medio del repertorio, surgió un susurro colectivo a mi lado, que nadie dijo en voz alta, pero que se escuchaba en los gestos… «esto es irrepetible, apoteósico, único».
Y era cierto.

Hubo momentos de trance, como con “La via dei martiri”, cuya intensidad dejó a mucha parte del público en silencio sepulcral. Posteriormente llegaría otro de tantos momentos íntimos de la noche.
Cuando entreabría los ojos notaba en muchas de las personas, que estaban sentadas, sus caras transformadas.
El misterio ocurrió con “Nada te turbe”. Santa Teresa se sentó, invisible, entre las columnas. La guitarra de Javier García Moreno sonaba y sus cuerdas lloraban en voz baja. Y más de uno y más de una, cerró los ojos para no estorbarle al alma cuando salía del cuerpo por unos minutos.
En primer plano, las voces de Mari Luz Román y Luis Pacetti acunaban toda la poesía de Teresa recibiendo el eco entrelazado de las demás voces y del sonido limpio y perfectamente conjuntado de cada instrumento.

Si te apetece, escucha este corte. Evidentemente el sonido de la grabación no es muy bueno, pero puedes hacerte una idea de lo apoteósico del momento.
Confieso haber sido tocado especialmente cuando Marco pronunció la palabra guerra. La dijo una sola vez, pero con la contundencia suficiente para compartir con el mundo ese deseo de petición de paz.
Y a continuación sonaron dos plegarias disfrazadas de partitura. La primera “Pacem in terris”, de Juan XXIII clamaba por la concordia y “Open the doors”, de Juan Pablo II, pedía por el acogimiento a los refugiados del mundo. La invocación ya no era solo musical, era cósmica. Un sacerdote romano, con el rostro de quien ya ha hablado con los ángeles y les ha pedido consejo, unía las notas y las voces con palabras que no necesitaban traducción, pero sí mucha práctica: Paz. Amor.
Quizás los ángeles le dijeron a Frisina, y opino que tendrían con ello razón, que esto no es del Cielo, que nos corresponde a los humanos resolver la paz aquí y ahora. Que basta ya de escurrir irresponsablemente el bulto.
¡A ver si los mandatarios ambiciosos de la Tierra dejan ya de hacer el gil_p__las, que esto ya es urgente y no lo podemos consentir!. (Esta última frase no la han dicho los «ángeles». La he dicho yo)

También me fascinó el murmullo delicado, suave y penetrante de las voces especiales de las Escolanías interpretando «Preferisco il paradiso«. Fue ese el momento en el que Frisina afirmó que Antequera era también el paraíso. (Quienes vivimos aquí ya lo sabemos aunque muchos no se dan cuenta; los que vienen de fuera, lo aprecian en unas pocas horas). E invitó a todos a cantar el estribillo. Nótese en el audio las voces infinitas también de los asistentes en alegría compartida. ¡Precioso!
Escúchalo aquí:

El canto a la Virgen fue el epílogo necesario: “Salve, María” y “Tú, Madre, nos acoges”, cantos de consuelo para los creyentes, que dejaron a buena parte del público con los ojos cerrados, como si escuchar fuera también una forma de orar.
El cierre fue inesperado: “Amicizia e volare” y un cambio de programa en el último instante. Frisina eligió “Jesus Christ you are my life”, una pieza ya clásica parece ser en su repertorio que desató el seguimiento espontáneo de parte del público. El templo volvió a ser coral. Una buena parte del público parecía reconocer el cántico y acompañaba entre labios ese júbilo disfrazado de canción. Fue cantada en inglés, sentida en italiano y para muchos en antequerano.
Cuando llegó el final del concierto, ese que parecía no querer llegar, el público aplaudió mucho, pero no fue un aplauso al uso. Lo que ocurrió fue un agradecimiento cómplice. Muchos no querían irse. Porque sabían, incluso los niños, que habían sido parte de un instante eterno.
Creyentes y no creyentes, simples aficionados a la música, habíamos sido testigos de algo irrepetible. Quizás, con los años, se olviden los nombres; pero esa noche quedará en la memoria de las piedras.
Y justo antes del cierre, otro instante destacable para quienes viven la religión; alguien, no importa quién, pidió “Anima Christi”. Podría haber sido una voz del público, o tal vez una del coro. No hubo protocolo, ni necesidad de acuerdos. Frisina alzó la mirada, asintió. Y entonces, el aire se volvió oración, porque una buena parte de los asistentes no eran solo espectadores, eran también parte.

¿Y qué más te fascinó, Charles?.
Que Frisina, siendo sacerdote, no vino a predicar. Vino a compartir su música; que no exigía creencias ni pedía afiliaciones. Solo proponía una experiencia de belleza, de silencio… Y creo que lo logró.
Que lo que ocurrió en Santa María no fue solo un acto cultural, ni un evento musical de altura. Fue también una especie de reencuentro con lo que somos capaces de sentir cuando bajamos las defensas. Con lo que podemos construir cuando dejamos de lado el ruido. Con esa parte de nosotros que aún desea creer en la música, en los demás, en algo que nos una aunque no sepamos explicarlo.
El orgullo de que Antequera haya acogido algo tan inmenso. Un concierto con más de doscientas voces, una orquesta sinfónica, corales de toda Andalucía, un director de talla mundial como Marco Frisina… ¿cómo no valorar que todo eso sucediera aquí, en nuestra ciudad, por una noche, sin más petición de entrada que el deseo de estar presentes?
Que fue una experiencia colectiva difícil de repetir: dos corales antequeranas de renombre mundial, nuestras, cercanas, queridas; cantando juntas por primera vez ( yo las quiero a las dos). Y tres coros también de aquí, de entorno colegial que suponen futuro. Esa imagen por sí sola ya justificaba estar allí. Pero lo que se vivió fue mucho más, una sinfonía de voluntades diversas unidas por una misma partitura. Escuchar cómo más de doscientas voces podían sonar como una sola; fue estremecedor. Por la fuerza sonora y por la armonía musical y humana que lograron.
Haber recibido una lección sobre el poder del arte cuando se entrega sin ego, sin alardes, sin «pirotecnia». La música de Frisina, sacra en su origen, no impuso nada. Solo propuso. Invitó. Sugirió. Y emocionó.
Me llevo el silencio como acto compartido. Qué milagro es, hoy por hoy, estar en un lugar donde más de quinientas personas callan a la vez, no por obligación, sino por respeto. Por emoción. Porque nadie quiere romper lo que está ocurriendo. Ese silencio, a ratos denso, a ratos liviano, fue para mí otro de los sonidos hermosos de la noche.
Me llevo también una certeza difícil de explicar… que el arte puede ser una forma de consuelo sin necesidad de palabras claras. Que en muchas notas que escuché, había algo que me hablaba a mí, y también hablaba de otros. Que esas voces no solo cantaban, tejían también un deseo compartido de paz, de consuelo, de…
Y sí, me llevo también algo que rozaba lo utópico: el sueño de que esta música pueda ser una respuesta, aunque sea pequeña, al ruido del mundo. Que los ecos de esa noche puedan viajar lejos, hacia donde más se necesita escuchar algo humano. Que alguien, aunque no sepamos quién ni dónde, reciba el eco de lo que vivimos y entienda que aún hay belleza, aún hay bondad, aún podemos escucharnos y aún podemos entendernos aunque tengamos distintas creencias cada uno.
Que la cultura, con esta magnitud, con esta calidad, no sea solo cosa de capitales o auditorios con taquillas imposibles. Que se abran las puertas, literalmente, para que todo el mundo pueda entrar y escuchar.
No hace falta compartir la fe del repertorio para emocionarse. La música de Frisina habla un lenguaje más antiguo y más amplio: el de la belleza, el consuelo, la esperanza. Canta sobre lo que a todos nos atraviesa, más allá de etiquetas: el miedo, el amor, la pérdida, el deseo de paz. Y eso, cuando se canta con cientos de voces en un lugar como la Colegiata, no puede dejarnos indiferentes.
Salí de allí algo más rico, más tranquilo, más humano. En los tiempos que corren, no es poca cosa.
Pensé -y no lo pude evitar- en Gaza, en Ucrania, en Siria, en Cachemira, en Congo…. En los lugares donde el silencio no es recogimiento, sino escombro. En las guerras. En los pueblos que no tendrán conciertos ni coros. Y sentí que ojalá esta música pudiera llegar hasta allí.
Imagino que esa noche, cuando todos salimos al fresco de la plaza, después de que Quintana recogiera sus últimos cables de sonido y de luz, y Elena Lozano, jefa ese día de todas las llaves de nuestro monumento, cerrara la última puerta, cuando la colegiata quedó en calma… cuando las piedras, aún tibias, hubieran retenido los posos del sonido de la magia sucedida… Esa nota final, esa que no está en ninguna partitura, seguirá sonando allí para quien sepa escuchar.