Imagen de portada: «Es el pin representativo de una hoja de vid, la adoptada para nuestro grupo. Nadie podía elegir esta hoja. Podían elegir cualquier otra. La mía es la hoja de perejil» | Sebastián del Pino
Una agrupación libre, sin papeles ni subvenciones, que sembró pensamiento crítico, arte y acción ciudadana durante más de una década en la ciudad andaluza.
Antequera, 1995. Tres hombres —un artista, un arquitecto y un maestro— Jesús Martínez Labrador, Sebastián del Pino y Joaquín Franquelo se sientan a compartir una inquietud. No hay siglas, ni estatutos, ni registro oficial. Solo hay ideas, pasión por la cultura, y una hoja. Así nació Los Amigos de la Hoja, una agrupación cultural inclasificable que durante más de una década convirtió la ciudad en un hervidero de actividades, pensamiento libre y resistencia ética.
Una asociación sin estatutos y sin miedo
En una época en la que lo institucional dominaba la vida cultural, Los Amigos de la Hoja se desmarcaron creando un espacio autónomo, auto-organizado y profundamente plural. Sebastián del Pino, uno de sus fundadores, recuerda que Juan Alcaide de la Vega, también miembro, lo resumió así: “Éramos una masa amorfa dotada de energía propia y ácrata».
No había jerarquías, cargos ni formalidades: quien proponía una actividad, la lideraba. Cuenta Sebastián.
Su espíritu se reflejaba en pequeños gestos simbólicos. Cada miembro elegía una hoja vegetal como emblema personal y usaban un pin común con una hoja de parra de plata. Como si de una cofradía pagana se tratara, celebraban el 28 de diciembre como su gran día, en honor a los “inocentes” y al pensamiento ingenuamente rebelde. Aquel día, además de comer juntos, entregaban un premio anual a personas destacadas de la ciudad, muchas veces ajenas al grupo.
Cultura, activismo y alegría compartida
Las actividades eran tan diversas como sus miembros: charlas, conferencias, denuncias urbanísticas, ediciones artesanales, celebraciones populares… Todo sin ataduras políticas ni dependencias económicas. Su publicación interna, La Hojarasca, recogía artículos, reflexiones y textos de los filófilos —como se autodenominaban— y se repartía manualmente, en sobres ilustrados por Jesús Martínez Labrador.
Una de sus citas más esperadas era la Noche de San Juan. En ella, con rito ancestral y rebeldía moderna, organizaban una hoguera en el Coso Viejo, donde se quemaban simbólicamente documentos urbanísticos indeseados —como el PGOU—, se bebía sangría, se tomaban gachas, y se saltaba el fuego como acto de purificación colectiva. Luego, de madrugada, se desplazaban al nacimiento de la Villa para mojarse con agua pura, no tratada, como símbolo de renovación.
Todo tenía un fondo de celebración, pero también de resistencia. Las críticas al deterioro patrimonial, las alertas ante intereses especulativos, las advertencias contra el servilismo cultural, se formulaban con una sonrisa, pero con firmeza. Sebastián recuerda cómo la presencia del grupo incomodaba al poder municipal: “Organizábamos un acto y se llenaba. Ellos hacían algo desde el Ayuntamiento y no lograban ni la mitad. Eso generaba celo”.
El legado de una idea libre
Con el paso de los años, el impulso fue decayendo. La vida personal, el cansancio y la falta de relevo natural apagaron el bullicio. Pero quedó algo más profundo: un legado. El espíritu de Los Amigos de la Hoja sembró una manera distinta de hacer ciudad: horizontal, festiva, crítica, sin etiquetas ni carnés.
Algunos de sus miembros han fallecido, otros siguen en activo en otras formas de compromiso ciudadano. Muchos recuerdan con emoción momentos como el regalo que José Antonio Muñoz Rojas hizo a cada filófilo de un ejemplar firmado de Las cosas del campo, en un acto íntimo y entrañable. O la comida fundacional del 28 de diciembre de 1995, en el caserío Don Benito, con cocido y pringá.
La agrupación nunca buscó reconocimiento oficial, pero dejó una impronta cultural indeleble. En tiempos donde todo parece medido, registrado y burocratizado, su experiencia recuerda que la fuerza transformadora de la cultura no necesita papeles. Solo personas. Personas con alma, con inquietud, con una hoja en la solapa.

Entrevista al arquitecto, académico y divulgador cultural, Sebastián del Pino sobre «Los Amigos de la Hoja», una energía ácrata que revolucionó culturalmente Antequera.
Sebastián posee el más completo archivo documental de aquella experiencia sociológica en nuestra ciudad. | Cientos de fotografías y documentos | (nos ha dejado un par de ellas para recordar).
Sebastián, ¿Cómo y por qué nace la asociación Los Amigos de la Hoja?
La asociación surge a finales de 1995, fruto de una inquietud compartida por tres personas: Jesús Martínez Labrador, Joaquín Franquelo y yo mismo. Veníamos de una tradición asociativa muy activa, con intereses culturales, sociales y éticos. Nos sentíamos ciudadanos comprometidos, no desde la política, sino desde la acción ciudadana. Así nació este grupo, de forma completamente informal, pero muy viva y organizada.
¿No tuvo nunca carácter oficial ni registro formal?
No, nunca. Y eso era casi una seña de identidad. Nunca nos legalizamos porque había una voluntad clara de mantenernos al margen de estructuras oficiales, subvenciones o cualquier dependencia institucional. Siempre dijimos que éramos como los encuentros del Café Gijón, algo espontáneo pero con mucha energía.
¿De dónde viene ese nombre tan peculiar: “Los Amigos de la Hoja”?
La hoja tenía un doble sentido: por un lado, la hoja de papel como vehículo de ideas, y por otro, la hoja de la naturaleza, símbolo de pureza, ética, inspiración. Incluso en las primeras reuniones cada miembro elegía una hoja que lo representara. Yo elegí la hoja de perejil, por humilde, sabrosa, y porque era la que usaba Juan Ramón Jiménez. Pero la hoja símbolo del grupo era la de vid, la de la copa de vino. Hasta nos hicimos un pin de plata con esa forma.
¿Cómo se fue sumando más gente al colectivo?
Hicimos una convocatoria en la Casa de la Cultura, avisando a nuestros círculos cercanos. Lo que allí se propuso entusiasmó a todos los que asistieron, y se unieron enseguida. Aquello fue creciendo, sin jerarquías, sin censura, sin más filtro que el interés compartido. Llegamos a ser más de 200 personas.
¿Qué tipo de actividades realizabais?
Desde tertulias y debates hasta denuncias públicas. Participaban arquitectos, historiadores, fotógrafos, amas de casa, profesores… Fue un foro libre y plural. Con infinidad de actividades charlas, conferencias, denuncias urbanísticas, ediciones artesanales, excursiones culturales, celebraciones populares… también hubo recitales musicales de flamenco y verdiales, recital de troveros. Además tiradas de trompos, conferencias… sobre Góngora…
¿Cuáles fueron las luchas o temas más destacados que abordasteis?
Muchos fueron en defensa del patrimonio arquitectónico y cultural. Por ejemplo, nos opusimos a la demolición del silo de cereales, un edificio de interés, y también criticamos la destrucción del antiguo parador racionalista. Denunciamos la pérdida de valor del yacimiento de la villa romana cuando lo atravesaron con una excavadora por la traza de la ronda norte. No queríamos elegir entre uno u otro patrimonio: defendíamos ambos.
¿Tuvisteis algún tipo de enfrentamiento con las instituciones públicas o políticas locales?
Sí, en ocasiones sí. Cuando había que alzar la voz, lo hacíamos. Organizamos debates públicos sobre planes urbanísticos como el Plan General de Ordenación Urbana o el Plan Especial del Casco Histórico. Invitamos a los redactores, debatimos con la ciudadanía y también con políticos. Pero nunca buscamos el conflicto por el conflicto. Queríamos que se escucharan otras voces.
Algunas de las actividades más reivindicativas generaban lógicamente fricción, pero ¿hubo intentos explícitos de frenaros o “machacar” lo que hacíais?
Claro, cuando hacíamos actividades culturales sin implicaciones políticas, todo fluía sin problema. Pero cuando tocábamos algún nervio —por ejemplo, el silo, la Villa Romana, el P.G.O.U.—, ahí sí que se intentaba minimizar el impacto. Lo hacían con argumentos, sí, pero también con movimientos mediáticos, incluso con infiltraciones más sutiles. Se utilizaban medios de comunicación afines para desacreditarnos o restarnos legitimidad.
¿Y cómo reaccionabais ante esos intentos de control o coartación?
Pues con una negativa rotunda. No aceptábamos subvenciones ni ayudas económicas del Ayuntamiento, aunque nos las ofrecieron. No queríamos deberle nada a nadie. La independencia era sagrada. Incluso hubo debate sobre legalizar la asociación, hacer estatutos… pero aquello generaba discusiones tremendas, y como no había unanimidad, nunca se formalizó. Evitábamos cualquier vinculación política. Rechazábamos infiltraciones y confrontaciones partidistas. Sin embargo, cuando nuestras acciones tenían eco —como las denuncias patrimoniales—, molestábamos. Se intentaba desactivar nuestro mensaje desde la prensa o desde dentro. Pero al no estar organizados oficialmente, era difícil atacarnos. Nuestra fuerza era la gente, la participación espontánea, la libertad
¿Cómo os organizabais internamente, sin jerarquías ni estatutos?
Cada cual proponía sus ideas y, si el grupo lo aceptaba, se encargaba de llevarla a cabo. Era una norma tácita: quien proponía, ejecutaba. Si necesitabas ayuda, la pedías, pero no valía soltar la idea y desentenderse. Esa filosofía funcionó muy bien durante años.
¿Hasta cuándo estuvo activa La Hoja?
Desde finales de 1995 hasta más o menos 2010. Hubo años más intensos que otros, pero el espíritu se mantuvo. Algunos seguimos comprometidos en otras iniciativas. Pero Los Amigos de la Hoja fue especial: un espacio libre, sin contaminaciones, donde simplemente se pensaba, se debatía y se compartía.
¿Qué dirías que fue lo más meritorio o distintivo del colectivo?
La libertad. La autenticidad. La capacidad de agrupar personas de todos los perfiles sociales en torno a una inquietud común, sin pretensiones, sin beneficios, solo por compromiso ciudadano. Fue una forma de vivir la cultura desde la raíz.
¿Cómo os financiabais para mantener las actividades?
Pusimos una cuota voluntaria de mil pesetas al mes. Llegamos a tener más de 200.000 pesetas en la cuenta. Éramos unos 40 o 50 que contribuíamos regularmente, lo que nos permitía hacer frente a gastos: pagar conferenciantes, cubrir desplazamientos, publicaciones, imprimir materiales… A veces, algún filófilo con empresa nos donaba cervezas o embutidos para los encuentros, pero siempre todo desde lo privado, nunca institucional. Nunca aceptamos subvenciones del Ayuntamiento ni de ninguna otra entidad.
¿Cuántos miembros llegasteis a ser?
Nunca alcanzamos los 400. Estuvimos entre 200 y 300 en los años de más fuerza. Lo bonito es que muchos siguen vivos, y el espíritu aún se recuerda.
¿Celebrabais algún tipo de festividad o encuentro anual?
Nuestra gran cita era el 28 de diciembre, Día de los Inocentes. La celebrábamos cayera cuando cayera en el calendario semanal. Ese día hacíamos una comida con todos los filófilos y entregábamos un premio honorífico a alguna figura querida en la ciudad, muchas veces gente ajena a la asociación pero de gran valor humano o cultural.
¿Puedes contarme alguna anécdota especial de esos encuentros?
Hay una que recuerdo con mucho cariño. Conseguimos 35 ejemplares del libro Cosas del campo de José Antonio Muñoz Rojas, que estaba descatalogado. Se los dimos dedicados, uno a uno, a cada filófilo. José Antonio mismo los entregó durante la comida anual. Fue un gesto precioso. Eso sí, su hijo Rafael se enfadó un poco, porque le habíamos vaciado la librería de Madrid sin que él se enterara.
Además del 28 de diciembre, ¿teníais otras fechas señaladas?
Sí, la noche de San Juan. Organizábamos una hoguera en el Coso Viejo donde quemábamos lo malo, como algunos tomos del P.G.O.U. que no nos gustaban. Luego hacíamos una sangría, gachas, y saltábamos la hoguera. Acabábamos la noche en el nacimiento de la Villa, mojándonos con agua pura, sin haber pasado por tuberías. Era un ritual simbólico y muy comunitario.
¿Y cómo funcionabais internamente? ¿Había estructura, cargos, comisiones…?
Nada de eso. Nos reuníamos en bares o, más formalmente, en la Casa de Cultura de la calle Carreteros. Allí hacíamos convocatorias abiertas, con orden del día. No había jerarquías. Eso sí, quien proponía una idea, la ejecutaba. Yo siempre decía: “Si tú la pariste, tú la crías”. El que proponía, se encargaba.
¿Llegasteis a tener alguna publicación propia?
Sí, una muy especial: La Hojarasca. Fue nuestro medio de expresión. Cada filófilo podía aportar una hoja con sus reflexiones, pensamientos o denuncias. Las recopilábamos, las imprimíamos y las distribuíamos en sobres ilustrados por Jesús Martínez Labrador. Usábamos mi estudio para imprimir etiquetas, organizar el reparto… era artesanal, pero muy nuestro. No había redes sociales ni correo electrónico. Todo se hacía a mano. Era una recopilación de textos escritos por los propios filófilos. Desde reflexiones hasta poesías, temas urbanísticos o sociales. Se imprimía, se etiquetaba a mano y se distribuía a domicilio. No había redes sociales ni WhatsApp, así que todo era muy artesanal, pero eficaz.
¿Crees que ‘Los Amigos de la Hoja’ fue una especie de antesala de espacios más académicos o institucionales que vendrían después?
Totalmente. Aquello fue un germen. No existía una asociación académica en Antequera. Sin distinciones de clase, formación o cargo. Era libre, ético y participativo. Lo académico vendría después con más forma y mayor impacto, pero el espíritu nació en la Hoja.
Había quedado en periodo vacío la actividad de la Academia desde su anterior director Trinidad de Rojas en 1902. Nosotros, humildemente, plantamos la semilla ( José Antonio Muñoz Rojas 2007 a 2009 a quien sucedió Antonio Parejo hasta 2013 y Bartolomé Ruiz hasta el 21. Escalante, desde el 21…) .
¿Crees que la huella de ‘Los Amigos de la Hoja’ aún persiste en la vida cultural y ciudadana de Antequera?
Sin duda. Las personas que vivieron aquello lo recuerdan como algo muy especial. Nuestro poder de convocatoria molestaba, porque sin ser oficiales, llenábamos los espacios. Pero nunca fue por competir. Era por una necesidad genuina de participar, compartir y aportar. Éramos, como dijo Juan Alcaide, una masa amorfa dotada de energía propia y ácrata. Y eso, aunque informal, dejó huella.
Dejó una lección de libertad, de compromiso sin banderas, de cultura popular e inclusiva. Fue una asociación abierta, humilde, sin títulos, sin exigencias. Quien quería participar, participaba. Sin más. Y eso, en una sociedad cada vez más encorsetada, tiene un valor enorme.
Los que estamos aún, nosotros a Los Amigos de la Hoja, la consideramos también viva hoy.
¿Cuál fue el impacto de la asociación en Antequera?
Aportamos pensamiento libre y compromiso ciudadano. Dimos voz a muchas personas, inquietudes, debates. Fuimos germen de lo que hoy se hace en ámbitos más institucionales. Nos adelantamos a muchas sensibilidades que hoy son norma. El prestigio lo ponía la gente que acudía, la diversidad de los miembros, la resonancia de nuestras actividades.
¿Cómo fue decayendo la actividad? ¿Sigue viva la asociación?
A partir de los diez años, hacia 2006, la intensidad fue disminuyendo. La vida personal, la edad, las circunstancias fueron apagando la llama, aunque nunca del todo. Algunos miembros han fallecido, otros seguimos en contacto. La última gran actividad fue hacia 2010. Pero el espíritu sigue vivo, en nosotros, en los recuerdos, en las publicaciones, en las personas a las que inspiramos.









No he querido poner en un compromiso a Sebastián del Pino para que me facilitara lista de miembros de La Hoja por aquello de la discreción en la protección de sus datos.
Pero he ido preguntando a personas distintas que he conocido y que me hablaron de su pertenencia y les he ido preguntando. Me hablan de algunas personas, muchas influyentes en la vida de Antequera, algunas conocidas, otras más anónimas pero igual de importantes en el cometido de «Los Amigos de la Hoja».
Me habría gustado conocerlos a todos y a todas.
Juan Herrera , José Antonio Muñoz Rojas, Marisa Olmedo, Manolo Rodríguez, Antonio Blanco y Antonio Navarro «Navi» , José Hidalgo , Antonio Villalón, José Luis Conde Ayala, Juan Luis Moreno, José Galán, Manuel Cascales, Salvador Abela, Hassan Hamad, Nicolás Ramos , Juan López Abad , Carmen Vera , Juan Pablo Orellana, Juan Manuel Ruiz Cobos, Esther Sanzo, Trino Zurita, José Luis Zurita, Teresa Zurita, Trinidad Zurita, Juan Alcaide de la Vega, Francisco Durán, Manuel Romero, Juan Benítez, Francisco Martínez Membrilla, Antonio Parejo, Román Mejías, Manuel Vergara, Felipe Sánchez, Lucía Jiménez, José Manuel del Pino, Francisco Puche (Proteo Málaga), Rosa Torres, Juan carlos Ríos, José Manuel Patricio, Alfredo Sotelo, Manuel Campos Alcalá, Ana María Pierini, Ángeles Giménez, Jerónimo Villena, Javier Galindo, Madre Felipa , y un largo etcétera.
(lista incompleta que puede seguir completándose conforme me vayan comunicando nombres)
Sea también este artículillo- entrevista- recuerdo, un guiño a Jesús Martínez Labrador, que se ha marchado hace poco de esta vida. Quizás esté modelando figuras en las nubes para que a los niños y a los no tan niños se nos contagie la ilusión por la escultura, al menos por admirarla.