‘Recuerdo inesperado’ | Juan López Rama

La palabra «recordar» viene del latín «recordari», formado de re (de nuevo) y cordis (corazón).
Recordar quiere decir mucho más que tener a alguien en la memoria. Significa «volver a pasar por el corazón»

Diccionario Etimológico Castellano

                                   

Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo.
Lo que me gusta de tu sexo es la boca. 
Lo que me gusta de tu boca es la lengua.
Lo que me gusta de tu lengua es la palabra.

Julio Cortázar (Papeles inesperados)   

RECUERDO INESPERADO | Juan López Rama

              Resulta curioso como funciona nuestra memoria y la forma arbitraria con que rescatamos a veces ciertos vestigios del ayer que parecían perdidos para siempre en su trastienda. Así, esta tarde, mientras trabajaba en la redacción cultural de Le Monde, al ver de refilón unas imágenes de la princesa española Leonor vestida de militar, algún detalle, un gesto o algo en su mirada, no sabría precisarlo, me recordó mi encuentro casual con un soldadito español republicano. ¡Oh!, no me alcanzan mis años, afortunadamente o por desgracia, para haber estado ya en este mundo en los años 30 del pasado siglo. Pero, aunque mi recuerdo no se correspondiera con ese momento tan transcendental de la historia europea, el sitio de nuestro encuentro resultaba, en cierto modo, tan romántico y exótico, como la reliquia de una época histórica ya pasada. Y nunca se habría producido si yo, entonces una adolescente, de alguna manera, arrastrada por mi rebeldía, no hubiera decidido salir de ese espacio acogedor y algo asfixiante, como un útero materno, que en estos tiempos los psicólogos llamarían con una redicha expresión profesional: mi «zona de confort». Me explico.

              Apenas cumplidos los dieciocho, había decidido abandonar mi acomodada vida en París como hija de un prestigioso miembro del cuerpo diplomático de La República Francesa rumbo a España. Acorralada por la anodina previsibilidad de los días idénticos, sin chispa, sin vida…, ¡sin poesía! ¡Cómo añoraba la intensidad vital de los países sudamericanos!

              Era, y sigo siendo, una enamorada del idioma castellano, cuyos primeros balbuceos aprendí en el seno de mi familia y fui puliendo a lo largo de los años en los diferentes destinos de mi padre en los países de habla hispana en América. Sobre todo, en Chile. Donde, por cierto, nos sorprendió el golpe de estado del general Pinochet. Ser testigo de aquella barbarie marcó mi vida para siempre. Comprendí siendo una niña que, como cantaba Víctor Jara en Te recuerdo Amanda, a veces la vida, tanto para lo bueno como para lo malo, se nos hace «eterna en cinco minutos». Y, como a aquella chica de «la sonrisa ancha y la lluvia en el pelo» esos eternos cinco minutos tan vividos al límite nos dejan huella. Nos hacen «florecer». Así que, en el otoño de 1979, desoyendo los consejos de mi padre, pues en el vecino país también se barruntaba un inminente golpe de estado, me marche a estudiar literatura en lengua española a la Universidad de  Granada. Quizá influenciada, además de por mi añoranza del español, por las lecturas de mi heroína de entonces; la siempre rebelde e infatigable luchadora por los derechos cívicos Simone Weil, que formó parte de la Columna Durruti durante la Guerra Civil española y perteneció a la Resistencia francesa frente a la ocupación nazi.

              Fue una otoñal tarde de domingo, viajando de Granada a Sevilla en un viejo y destartalado vagón de tren, un ferrobús de la compañía RENFE, cuando me sentí por unos instante como mi heroína. Pues tuvo lugar mi romántico encuentro con aquel soldadito español republicano. Eso sí, su atuendo nada tenía que ver con las fotos que conocía de los milicianos que lucharon contra los  militares sublevados en el golpe de estado de julio del 36.  Para empezar, el uniforme era un absurdo traje de lanilla azul marino, cuyo pantalón llamaba la atención por carecer de bragueta.

              No, mi soldadito republicano, aunque quizá no le faltaran aptitudes para ello, no hacía la revolución. Hacia «la mili en la Marina», según me contó. Y para escapar del hastío y la desidia del cuartel había creado un mundo paralelo tan sutil como subversivo. Una suerte de Macondo interior de infinitas dimensiones rebosante de palabras, de historias, de poesía; de literatura. Iluminado por autores muy dispares, algunos españoles, los menos, como Antonio Machado, Pío Baroja, Carmen Laforet, Juan Goytisolo, Max Aub o Martín Santos. La gran mayoría de ellas y ellos de América del  Sur: Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias, Elena Garro, Juan Rulfo, García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Vargas Llosa, Augusto Monterroso, María Luisa Bombal, Cristina Peri Rossi, o la brasileña Clarice Lispector, por citar algunos. Sí se consideraba un republicano convencido con argumentos irrefutables que yo, criada en una república como la francesa, que además defendieron y ayudaron a liberar republicanos españoles, compartía con el mismo entusiasmo.

              No me acuerdo ahora en qué estación o apeadero, entre la infinidad de paradas que iba realizando aquel lentísimo tren de gasóleo, subió. Sí recuerdo que en la de Bobadilla, donde hubo una larga parada, ya estaba sentado delante de mi en aquel vagón lleno de gente, de ruido, de vida. Ataviado con aquel anacrónico uniforme de la Armada Española que no cuadraba para nada con aquel mocetón rubio de piel oscura, aire desvalido y pinta de campesino, tan tímido como inquieto. En cuyo rostro curtido a la intemperie destacaban unos enigmáticos ojos verdes de penetrante  mirada lánguida  con un fondo de melancolía que, cual Quijote cervantino alucinado por sus lecturas, solo se iluminaban con un brillo inaudito de lucidez cuando rememoraba algún personaje o pasaje de cuento o novela.

              Cómo no, un libro –nunca los apreciaremos lo suficiente– fue el detonante de nuestra relación, tan reducida en el espacio y breve en el tiempo, como influyente y expansiva su onda en mi futura formación literaria y cultural. Desde que salí de Granada leía la novela El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez. Él la había leído, como todo lo publicado de ese autor. Afirmaba además que, con mucha diferencia, le parecía su mejor texto. Como almas gemelas, mientras releíamos algunas líneas al azar, a ambos se nos encogía el corazón por el infortunio de aquel pobre coronel olvidado por la burocracia de su país, que en sus visitas semanales a la oficina de correos nunca perdía la esperanza  de que por fin le llegaran noticias de su pensión, de la cual dependían para su sustento su mujer asmática y él mismo:

El administrador no levantó la cabeza.
–Nada para el coronel –dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
–No esperaba nada –mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil–. Yo no tengo quien me escriba.


–La ilusión no se come –dijo ella.
–No se come, pero alimenta –replicó el coronel–.


El coronel comprendió que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor.

–Estoy cansada –dijo la mujer–. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla.

–Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto– para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
–Mierda.

       Extraviados en la nebulosa embriagadora de nuestra charla literaria, habitada por personajes tan excepcionales, el tiempo se nos detuvo entre Macondo y Comala. Y, de un cuento a una novela; de los Buendía de Gabo a los Cronopios y famas de Cortázar o al testarudo Dinosaurio de  Monterroso, mientras atravesábamos morosamente las campiñas malagueña y sevillana  confundiendo vida y literatura en aquel atestado vagón de tren, que ya también nos parecía de novela, la tarde se nos pasó en un pispás. Un repentino ajetreo entre los viajeros nos despertó de nuestra poética ensoñación: estábamos llegando a Utrera, lugar de enlace de trenes con destino a Cádiz y Sevilla. 

                  El marinero, mi príncipe republicano, debía hacer trasbordo en Utrera para continuar viaje a San Fernando y estar antes de las diez de la noche en su cuartel, para evitar arrestos o ser tomado por desertor. Cómo lamenté que él no se atreviera a salir esa tarde de domingo de su acorazada zona de confort y continuara el viaje conmigo hasta Sevilla, a pesar de las represalias, ¡cómo tanto le insistí! ¡Pero, si todavía ni siquiera habíamos llegado a comentar casi nada de Juan Rulfo y su Pedro Páramo…! Sin mencionar, la promesa que había leído por momentos en el ardor de  su  encendida mirada como de topógrafo ávido por cartografiar con su lengua hasta el último vértice de mi geografía.

              Durante nuestra apasionada conversación. Sobre todo literaria. Aunque se transparentaba a la legua su ruda torpeza e inexperiencia en el trato con las chicas, la cadencia de su voz y la ternura innata de su nobleza animal, además de tocarme el corazón, habían inflamado cada poro de mi piel. Mientras, el cada vez más intenso, e intencionado, roce sensual de nuestras piernas, la mía derecha la mayor parte del tiempo entre las suyas, acompasadas a los vaivenes de las tambaleantes embestidas de aquel cascado tren, como en un imparable crescendo sinfónico, me habían hecho, poco a poco, lentamente, enloquecer de deseo. Pues, aquella luminosa tarde de otoño, a cuenta del milagro humano de la palabra, entre nosotros dos, almas gemelas, a pesar de nuestras apariencias tan dispares, había estallado también algo tan hondo y sublime como el llamado boom latinoamericano.

        No hubo despedida. Apenas una levísima caricia de cómplice camaradería por su parte en mi hombro mientras me dejaba otro regalo, otra promesa literaria en castellano: 

—Debes leer a Ramón Barrett, un anarquista español que se tuvo que exiliar a Paraguay. Borges lo venera, no te digo más…

              Leí a Barret, leí a Borges. Los sigo leyendo.

              Durante aquellos años en Andalucía, estuve con infinidad de chicos que al final solo me dejaron indiferencia y frío entre los brazos. Sin embargo, en estos tiempos de infame desmemoria en Europa, sobre todo en mi país, este inesperado recuerdo de aquel marinerito andaluz republicano ha vuelto a encenderme el corazón porque él me dejo el rastro de algo perdurable en el tiempo. La única compañía que, como expresó con certeza Peri Rossi en su poema Mi casa es la escritura, nunca nos falla: las palabras.

Juan López Rama | Antequera, noviembre 2023

Imagen de portada: Cristina Peri Rossi (ilustración de Carolina Ángulo)