Algunos árboles son simples actores secundarios en el paisaje de una ciudad, discretos y fieles a su función de sombra y frescura. Otros, sin proponérselo, se convierten en monumentos vivos, en testigos silentes de la historia y de la vida que transcurre bajo su copa. | Juan Manuel Ruiz Cobos
En el corazón del Paseo Real de Antequera, un plátano oriental (Platanus orientalis) destaca entre sus congéneres por su porte y presencia. Es el más grande de la ciudad dentro de su género, un coloso vegetal que, en su tiempo, halló aguas someras que alimentaron su vigor. Mientras sus compañeros de alineación han crecido con mayor dificultad, él ha desplegado un dosel espléndido, mostrando lo que esta especie puede alcanzar cuando las condiciones le son propicias.
Pero el tiempo, la compactación del suelo y los extremos climáticos han dejado su huella. El Paseo Real, como todo espacio urbano con historia, ha sido escenario de transformaciones que no siempre han favorecido a sus árboles. Este plátano, que una vez encontró suelo fértil y menos castigado, hoy resiste, como todos los demás, en un entorno que cada vez le es más adverso.

El Paseo Real es mucho más que una simple zona verde; es el reflejo de una época en la que las ciudades se embellecían con jardines y paseos de corte europeo. Nació como resultado de los ensanches del siglo XVIII, sirviendo de antesala a la monumental Puerta de Estepa, levantada por Martín Bogas en 1749, que daba la bienvenida a quienes llegaban desde Sevilla. Su diseño responde a las influencias de los grandes proyectos urbanos promovidos por Carlos III en Madrid, siguiendo las corrientes paisajísticas francesas e italianas que aspiraban a transformar las ciudades en espacios de armonía y bienestar. Concebido como un “salón al aire libre” de forma circoagonal, el paseo fue sumando elementos que enriquecían su fisonomía: pórticos metálicos, estatuaria, juegos de agua y un kiosco de música estratégicamente alineado con una de las calles centrales para dar realce a las actuaciones de la Banda Municipal.

La vegetación, siguiendo los cánones clásicos, fue dispuesta en un trazado geométrico que organizaba el espacio en cuatro calles arboladas. La calle central, amplia y peatonal, invitaba al paseo, mientras que las laterales servían a carruajes y caballerías. En la actualidad, el estrato arbóreo del Paseo Real cuenta con nueve géneros distintos: plátanos de sombra, cinamomos, acacias de tres espinas, árboles del amor, tilos, sóforas, falsas acacias y palmeras datileras.
El Platanus orientalis es una especie con una historia que se entrelaza con la cultura mediterránea. Su origen se sitúa en las riberas del sureste de Europa y Asia Menor, desde donde se extendió a través de Persia y Grecia. Fue un árbol venerado en la antigüedad, presente en los patios de los filósofos, en las avenidas de los palacios y en las plazas de las ciudades clásicas. Platón impartía sus enseñanzas a la sombra de un plátano junto al río Iliso, y la tradición de asociarlo con el conocimiento y la contemplación ha perdurado a lo largo de los siglos. Uno de los rasgos más característicos de este árbol son sus hojas grandes, palmadas y lobuladas, que pueden recordar a las del arce, con entre 5 y 7 lóbulos profundos y márgenes dentados. En primavera y verano, su verde intenso contrasta con el azul del cielo, mientras que en otoño, antes de caer, se tornan en una gama de tonos dorados, ocres y cobrizos que tiñen el suelo de color y melancolía. Su densa copa, resultado de la disposición alterna de sus hojas y de su vigoroso crecimiento, es un refugio natural para aves y un microhábitat para multitud de insectos beneficiosos. Además, estas hojas desempeñan un papel clave en la purificación del aire urbano, ya que poseen una fina capa de tricomas y una textura que les permite atrapar partículas en suspensión y contaminantes. Al desprenderse con los primeros fríos, no solo marcan el paso del tiempo, sino que también devuelven al suelo parte de los nutrientes captados durante su ciclo vital.

Pero el plátano no solo ha sido apreciado por arquitectos y paisajistas; también ha dejado su huella en la literatura. Antonio Machado, con su sensibilidad para retratar la relación entre el paisaje y el alma humana, dejó constancia de estos árboles en Campos de Castilla, describiendo «el parque envejecido con sus plátanos mustios». Su mirada melancólica capta la esencia de estos gigantes cuando la adversidad los desgasta, cuando su sombra deja de ser tan densa y su corteza, como la vida misma, se va deshaciendo en jirones. Pero si Machado miró a los plátanos con melancolía, Ramón Gómez de la Serna los observó con el humor y la agudeza de sus greguerías. En ellas, jugó con la textura de su corteza, que se desprende en escamas como si el árbol mudara de piel, y con la manera en que sus hojas caen al suelo como cartas que nadie ha leído. Desde su mirada irónica y poética, el plátano es un actor con un vestuario en perpetuo cambio, una criatura de ciudad que se adapta, se transforma y, pese a todo, persiste.

El plátano de sombra, a pesar de su generoso dosel y su aportación al confort urbano, ha sido objeto de controversia en los últimos tiempos. Acusado de provocar alergias primaverales, se le ha criminalizado sin atender a los datos científicos. Aunque su polen es visible y se dispersa con facilidad, su impacto alergénico es menor en comparación con otras especies anemófilas. El problema no es el árbol en sí, sino la coincidencia en el tiempo con la floración de otras plantas cuyo polen es más agresivo para las vías respiratorias. Más allá de estas acusaciones, su contribución a la ciudad es incuestionable. Su copa reduce la temperatura del entorno, captando partículas contaminantes y mejorando la calidad del aire. En un contexto de cambio climático y calor extremo, árboles como este son aliados imprescindibles para la adaptación de nuestras ciudades.

El gran plátano del Paseo Real no es solo el más notable de su género en la ciudad; es un símbolo de lo que significa la convivencia entre naturaleza y urbanismo. Su sombra ha sido testigo de generaciones de antequeranos, de veranos inclementes y otoños dorados. Ha resistido, a pesar de todo, como un guardián silencioso del tiempo. Cuando paseamos bajo su copa, no solo encontramos alivio del sol, sino también el eco de una historia que no se mide en años, sino en raíces profundas. Quizá su mejor homenaje no sea una placa ni un reconocimiento oficial, sino una mirada de gratitud y una voluntad firme de preservar su presencia en la ciudad que lo vio crecer.

Juan Manuel Ruiz Cobos es un experto en Jardinería con más de 30 años de experiencia en el diseño, creación y mantenimiento de espacios verdes urbanos. Director técnico de Jardines de Icaria y presidente de la Asociación Multisectorial de la Jardinería Andaluza. Ávido de conocimientos y actualización de técnicas tiene una extraordinaria formación en Infraestructuras Verdes Urbanas. Apasionado de la lectura y de Antequera, de su historia y de su desarrollo como ciudad, de sus costumbres y de su patrimonio cultural, artístico, paisajístico y gastronómico. Gran conocedor, amante y defensor de su pueblo, al que lleva siempre donde quiera que vaya.